Por su propia naturaleza, la Gran
Dama nunca reconoce ser la invitada de mayor distinción, ni la de mayor rango o
alcurnia. No aceptará jamás, aunque sea así, que su presencia es siempre la de
mayor relevancia, ni que su caminar atrae todas las miradas y atenciones allá
por donde pasa. Se tapa la cara renegando de la importancia y condición que le
corresponden por derecho propio y esconde su rostro con vergüenza, aún siendo
la más bella entre todas las bellas. Tal es su grandeza.
La realidad es que la Gran Dama
es siempre la más esperada y cuando el invitado principal entra de su mano,
todos los presentes abren sus ojos con admiración respirando aliviados Nadie sabe qué arte tiene o de qué don divino goza, pero resulta curioso ver cómo, sin ella a su lado, la brillantez del más inteligente se convierte en pura pedantería y la buena oratoria deviene irremisiblemente en pesadez. De hecho, su mera presencia desenmascara fácilmente esas odiosas y frecuentes muestras de fingida sencillez, mostrándolas como lo que realmente son: torpes y falsas modestias.
Ella es la Gran Dama y es la madre
de todas las demás. Así que mientras estés por aquí engánchate a ella, pégate a
sus faldas y no te olvides de invitarla a tu gran salida triunfal, cuando te
llegue el final. En ese día aprieta con fuerza su mano, pues a todos bastará el
haberte visto en su compañía para recordarte con admiración y respeto. Tus
demás logros no importarán.
La Gran Dama tiene nombre. Se
llama humildad.
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