miércoles, 20 de mayo de 2015

RELATO: DIBÚJAME

-¡Dibújame!- me pediste.

Yo sonreí, metí la mano en el macuto y saqué un carboncillo. Comencé a deslizarlo suavemente sobre el lienzo hasta que, poco a poco, fuiste apareciendo en tonos blancos y grises, y mi dibujo se fue haciendo tú. En cada línea, en cada ese, en cada sombra, en cada luz. Tú....
 
 Un hormigueo “in crescendo” fue apoderándose de mi brazo a medida que el carboncillo avanzaba por el trazo de tu cuello y tu boca, pero fue al llegar a tus ojos cuando el trazo se me resistió. Mi mano comenzó a temblar. Sin entenderlo pero buscando algo más sencillo probé con un trazo algo más grueso, aunque fuera mas burdo y basto. Aún así me era imposible. Intenté entonces hacerte en difuminado, pero mis dedos manchados en negro apenas si obedecían mis ordenes.

Finalmente, mi mano se rebeló entera contra mí y, cobrando vida propia, avanzó libre y sin tregua por la blanca tela. Me dominaba firme, tensa, determinada en su lucha por retratar lo irretratable y decidida a dibujar la verdad, sin tapujos ni reverencias.

El lienzo se fue llenando de imposibles surcos, anárquicas lineas y difíciles garabatos sin un sentido ni métrica académica alguna, formando un bosque de borrones y claroscuros; y el dibujo fue creciendo y tomando forma, abstracto en unas partes y realista en otras. Pero grandioso, impresionante y bello.

Luego, como si mi mano diera su tarea por terminada, el hormigueo cesó de repente y la atrevida extremidad volvió a mis órdenes. Aturdido, solté el carboncillo y di dos pasos hacia atrás para contemplar la obra en toda su perspectiva.

Lo miré y no tuve duda, eras tú. No podría asegurar que lo hubiera pintado yo, pero lo cierto es que no sobraba ni faltaba una línea, ni un borrón, ni un punto, ni una sombra. Nada. Allí estabas, entera de arriba a abajo, con todas tus luces y tus sombras, con las visibles y las invisibles. Aunque sólo lo fueras para mí, aquel dibujo eras tú. Tú

lunes, 11 de mayo de 2015

RELATO : FOR EVER AND EVER

Nadie creería que era la viuda. Con un amplísimo escote, una cortísima minifalda, un cubo de perfume y varias manos de maquillaje aquella mujer, como si fuera una fulana, se pegaba al forense en un claro intento de seducirle con sus encantos.

- Ha sido una muerte totalmente natural ¿verdad doctor? –repetía a cada minuto, sonriendo sugerentemente al  médico.

-Ya veremos – respondía él cada vez, con seriedad.

Aunque el protocolo no lo permitía, la viuda del fallecido había usado todas sus influencias para estar presente en la autopsia y, a pie de camilla, acompañada por un oficial del juzgado, no quitaba ojo a los movimientos del forense.

Antes de empezar, el oficial había puesto en antecedentes al médico: "Ésta se acuesta con todo lo que se mueve y ahora está aquí a la espera de cobrar el seguro de vida de este pobre hombe". Estaba claro: cualquier anomalía en el informe forense podría privarla de la cuantiosa suma. De hecho, la mujer estaba allí para lo que estaba, y no dedicó un solo lamento ni derramó una sola lágrima frente al cuerpo del que fuera su marido. ¡Qué mundo este! 
El forense tomo el bisturí y con pulso profesional trazó un profundo corte separando en dos partes el abdomen del cadáver.  A primera vista todo parecía estar en su sitio, sin órganos dañados, ni heridas, ni zonas contusionadas. Nada se veía que pudiera hacer sospechar de una muerte violenta o dolorosa, o de un suicidio. Además, los análisis previos descartaban la presencia de productos tóxicos, lo que eliminaba la posibilidad de un posible  envenenamiento;  y el escáner del cerebro se mostraba normal.
 
Pero el forense no podía quitar ojo de la expresión en el rostro de aquel hombre.  Le miraba como si le quisiera decir algo. No era la mirada de alguien que temiera a la muerte, o que fuera tomado por sorpresa por ella; más bien,  su sonrisa era la de alguien que la desea, la de alguien feliz de por fin encontrarla. Y había en ella, en esa sonrisa,  un matiz burlón, como si con la muerte hubiera ganado alguna apuesta siniestra.
 
Pero aunque estaba seguro de que algo no encajaba, aquello era tan solo una mirada, una intuición de profesional sin evidencia alguna y, aún a pesar de su dilatada experiencia, el galeno se veía incapaz de encontrar otra causa a aquella muerte más allá del clásico “de muerte natural”. Y así hubo de ponerlo en el formulario.
 
Una vez cubierto el expediente, la mujer, sin ningún tipo de reparo, alzó los brazos, lanzó un sonoro “¡Siiii!”, e hizo unos pasos de baile canturreando el famoso Pedro Navaja de Rubén Blades.  El médico y el oficial se miraron asqueados.
 
Ya solo quedaba preparar el cuerpo para la mortaja. Pero al rasurar la cabeza del cadáver, algo extraño apareció.  En mitad del cráneo, sobre el cuero cabelludo, se veía un pequeño símbolo. Un tatuaje. El forense se acercó. ¡Era el dibujo una mano haciendo una peineta! Y bajo ella, en tamaño apenas legible, unos garabatos. El médico tomó una lupa y leyó.  Al instante soltó una sonora carcajada.
 
Sin dejar de reír tomó de nuevo el formulario, tachó “muerte natural”  y le pasó la lupa a la mujer que seguía toda la escena con asombre. La viuda se acercó al cráneo pelado de su marido. El degaste de la tinta dejaba entrever que el mensaje llevaba allí mucho tiempo, muchos años, a saber cuántos. Pero por fin había llegado su momento. El grito de la viuda se oyó en toda la planta. Porque aquel tatuaje la ponía en su sitio, sin posibilidad de reclamar nada:   “Doctor, me he suicidado”