Aquel viernes salí un par de
horas antes del trabajo, así que quise dar una sorpresa a mi mujer. Una vez
entré por la puerta principal de mi casa opté me descalcé con la idea de darle un buen susto y reírnos un rato, pero mientras
avanzaba sigilosamente por el pasillo una inquietud se apoderó de mí, pues a
mis oídos llegaban nítidamente unas risas que procedían del dormitorio.
La puerta de la alcoba estaba
cerrada – qué raro-, así que pegué mi oreja a la puerta. Y las risas y las
voces llegaron esta vez claramente a mi oído.
Antes de dar rienda suelta a mis
emociones quise asegurarme de lo que estaba ocurriendo, así que me agaché y
escudriñé por la cerradura. Allí estaban, en la cama abrazándose y riendo. Un
escalofrío de celos recorrió mi columna vertebral y se aferró a mi estómago, pero me controlé, respiré hondo y decidí seguir
observando, buscando cualquier detalle que me diera más pistas sobre el alcance
de lo que estaba viendo.
Pero aquello fue peor. La envidia
de que compartieran cama no fue nada. Nada comparada con la de ver la felicidad
de mi mujer al ser acariciada con tanta ternura; ni con la de ver su rostro
destilando felicidad con cada cuchicheo, con cada secreto susurrado en su oído.
Desde la mirilla tan solo se divisaba complicidad pura. Plena y total
complicidad.
Tras varios minutos tras la
cerradura tuve que admitir que estaba ante una comunión perfecta, en la que
realmente era yo el que estaba de más y, les podrá parecer ridículo, hasta me
dio pena tener que interrumpir tal
momento.
Abrí la puerta. Las caras se
giraron hacia mí con sorpresa. Estaba
claro que no me esperaban.
Entonces, como si se apiadaran de
mí y hubieran adivinado mis sentimientos, se hicieron a un lado y me dejaron un
hueco.
Mi hija, sabiéndose usurpadora de
mi espacio en la cama, me dedicó un piadoso ¡ven Papi!, y me lanzó un beso en
la mejilla. Con socarrona sonrisa miraba a mi mujer mientras me besaba, y yo
era consciente del diálogo de miradas entre las dos mujeres de mi vida, un
diálogo madre-hija inescrutable, indestructible e indescifrable, en el que yo no
era más que la pobre víctima, un bufón objeto de cariñosa burla. Una mascota a
la que se cuida y se da calor.
Cada día, a la hora de los
juegos, entre las dos me manejan como a una marioneta mientras se ríen a
carcajadas de mis inarticulados y torpes movimientos. Ellas mueven los hilos y a
mí, por más que me duela, solo me queda mirarlas con ternura.
Ya saben… solo soy el padre.