lunes, 29 de septiembre de 2014

RELATO: LOS OJOS DE MI AMIGO

Fue una gran sorpresa para mí encontrarme con mi viejo amigo en una de esas inesperadas casualidades que ocurren de vez en cuando y que te alegran el día. Al principio, en una primera mirada, casi llegué a pensar que se trataba de otra persona, pero finalmente fue él el que me reconoció haciéndome una seña y aproximándose a mi mesa.
A partir de ese momento todo me resultó desconcertante. A medida que se acercaba volví a dudar, pues su caminar era distinto, desconocido para mí, y no tal y como yo lo recordaba. No era el suyo aquel paso resuelto y seguro que siempre pisaba firme y con decisión, sino un andar titubeante y pausado, yo casi diría que miedoso. Como si de la noche a la mañana hubiera cambiado de actitud vital, mi buen amigo sorteaba las mesas agachando la cabeza, encorvando la espalda, y pidiendo disculpas a todo y a todos, en un estado de sumisión ante el mundo que jamás pude imaginar en él.
Cuando se sentó frente a mí casi no me lo podía creer y no pude evitar abrir los ojos de par. Era como si en unos pocos meses, desde la última vez que nos vimos, le hubieran caído cien años encima. Así, de golpe. ¡Era increíble! ¡Aquello parecía ciencia ficción! Su espesa y negra mata de pelo había desaparecido, y en su lugar se veía ahora una corta alfombrilla de pelo cano. Sus ademanes y movimientos, antes arrogantes y descarados, eran ahora lentos y cautelosos, claramente gobernados por la prudencia.
Pero lo que más me llamó la atención fueron sus ojos ¡Ah, sus ojos! Lo ojos de mi amigo, que yo conocía bien, alegres y vivarachos, de mirada incansable, siempre abiertos y dispuestos a descubrir. Hoy me miraban cansados, sepultados bajo unas enormes ojeras que escondían cualquier atisbo de expresión. Aún así, en ellos, en esos ojos que no habían perdido un ápice de bondad y limpieza, reconocí mi amigo. Era el de siempre.

Y como era el de siempre hablamos durante horas y nos pusimos al día recordando viejas historias. A pesar de la confianza, no quise ser desconsiderado y no hice mención ni pregunté por su aspecto tan desmejorado. ¿Cómo era posible tal cambio? ¿Qué le pudo haber pasado en estos meses?
-Quizá una enfermedad, o un duro varapalo de esos que te da la vida-  pensé para mí.
Al despedirnos nos dimos un abrazo y le noté especialmente emocionado.
-Espero que no pasen tantos meses sin vernos otra vez- le dije
Los ojos de amigo se humedecieron al instante sin yo entender porqué, mientras me sonreía con lástima y me daba unas suaves palmadas en la mejilla con expresión comprensiva.
Entonces me tomó en sus brazos y, envolviéndome en un sentido abrazo, me susurró al oído unas palabras que me devolvieron de golpe a la realidad. Sí, a esa realidad de la que yo a menudo escapo para entremezclar mis fantasías con mil recuerdos y mil nombres; esa realidad de la que huyo, no sé desde cuándo ni porqué, para adentrarme en un mundo en el que el tiempo no pasa y en el que el espacio es infinito; un mundo mágico, mío, en el que el reloj siempre se detiene en mi momento más feliz, y en el que todo es a semejanza de como yo lo quiero ver.
Su voz, la voz de mi amigo, me despertó con la verdad, y yo supe por sus ojos que no mentía.
-Tom, querido amigo mío –me susurró llorando- hace más de cuarenta años que no nos vemos.
 

lunes, 22 de septiembre de 2014

RELATO: DE A DOS


La pareja que ocupaba aquel banco del parque apenas si se dirigía la palabra. Él ojeaba su periódico y ella leía un pequeño libro de bolsillo, mientras mantenían un silencio solo interrumpido por inaudibles monosílabos y leves movimientos de cabeza. Sin duda un dialecto propio y secreto, labrado y pulido entre ellos a base de años y paciencia.
Él, enchaquetado, parecía ser uno de esos caballeros secos y estirados del siglo pasado, de los que morirían antes que pronunciar un vergonzoso “mi amor” o un cursi “te quiero”. Ella, bajita y no muy agraciada, arrastraba el aura de chica insulsa y aburrida que persigue de por vida a las niñas educadas en exceso en las buenas maneras. Y juntos formaban una de esas parejas insípidas, casi invisibles, de las que nunca molestan pero por las que nadie pregunta ni a las que nadie echa de menos.
Como si un recuerdo le hubiera abofeteado de repente, en el rostro de él asomó una mueca de ansiedad.
--¿Te habrás tomado ya tu medicina, verdad?  -dijo a su mujer.
Ella se giró hacia él y le quitó las gafas con cuidado.
-¡Cada día lo mismo! ¡pero mira que llevas sucias las gafas! ¡Que sí pesado, la tomé antes de salir! –contestó ella mientras le limpiaba los cristales con el pañuelo.
Al cabo de un buen rato, ya de vuelta a sus respectivas lecturas, la pequeña mujer sacó de su bolso un pastillero y sin mediar palabra lo mantuvo abierto hasta que él tomó una cápsula roja. Ella lo miró de reojo antes de volver a su libro, como quien vigila a un niño, hasta estar bien segura de que se había tragado la amarga pastilla.
No hubo mucho más. La tarde transcurrió tranquilamente, sin apasionados besos ni estridentes risas, sin promesas de amor eterno ni corazones grabados en los árboles, sin sonoros “te quiero” ni aparatosos poemas. Sin verdes valles. Sin mares profundos.
Aquel día, como en otras muchas ocasiones, el amor se había disfrazado para pasear por el parque y disfrutar del sol y la brisa sin ser reconocido ni ser molestado. Feliz y desapercibido, como a él en realidad le gusta.

miércoles, 17 de septiembre de 2014

RELATO: LA GRAN DAMA


Por su propia naturaleza, la Gran Dama nunca reconoce ser la invitada de mayor distinción, ni la de mayor rango o alcurnia. No aceptará jamás, aunque sea así, que su presencia es siempre la de mayor relevancia, ni que su caminar atrae todas las miradas y atenciones allá por donde pasa. Se tapa la cara renegando de la importancia y condición que le corresponden por derecho propio y esconde su rostro con vergüenza, aún siendo la más bella entre todas las bellas. Tal es su grandeza.
 
La realidad es que la Gran Dama es siempre la más esperada y cuando el invitado principal entra de su mano, todos los presentes abren sus ojos con admiración respirando aliviados

Nadie sabe qué arte tiene o de qué don divino goza, pero resulta curioso ver cómo, sin ella a su lado, la brillantez del más inteligente se convierte en pura pedantería y la buena oratoria deviene irremisiblemente en pesadez. De hecho, su mera presencia desenmascara fácilmente esas odiosas y frecuentes muestras de fingida sencillez, mostrándolas como lo que realmente son: torpes y falsas modestias.
Ella es la Gran Dama y es la madre de todas las demás. Así que mientras estés por aquí engánchate a ella, pégate a sus faldas y no te olvides de invitarla a tu gran salida triunfal, cuando te llegue el final. En ese día aprieta con fuerza su mano, pues a todos bastará el haberte visto en su compañía para recordarte con admiración y respeto. Tus demás logros no importarán.
La Gran Dama tiene nombre. Se llama humildad.

miércoles, 10 de septiembre de 2014

RELATO: AMOR ETERNO

No voy a dudar de que hubieran sido felices alguna vez, al menos por un día. Ni de que entre los restos humeantes de la casa pudiera haberse encontrado algún viejo y emotivo álbum familiar con sus fotos de recién casados. No, no seré yo quien ponga en duda que en ese hogar, una vez, pudo haber paz y felicidad. Pero juzguen ustedes.


Fue la codicia. La maldita codicia.

Correctísimos en el fondo y en la forma, los mantengo en mi recuerdo como miembros preeminentes de una comunidad que los respetaba y los admiraba por lo que representaban. Tom y Angélica eran para todo el pueblo el vivo ejemplo de una pareja ideal, envidiable y perfecta. La complicidad con que intercambiaban sus miradas, el cómo se susurraban palabras al oído y las alabanzas que se dedicaban mutuamente en público eran pruebas palpables de que no podían vivir el uno sin el otro, de que estaban predestinados, de que eran seres inseparables.

Claro que todo esto ocurría solo de puertas afuera, porque bajo el techo de aquella casa se libró durante años una guerra fría, cruenta y sin prisioneros. Una guerra a muerte en la que solo podía quedar uno. Tom y Angélica, Angélica y Tom, en realidad no se aguantaban, ni se toleraban, y ambos soportaban aquel infierno únicamente por no llegar a un acuerdo en el reparto del extenso patrimonio conyugal. Sencillamente, ninguno quería renunciar a la mitad de todo. Así de claro. Eran dos ricos miserables atrapados por el vil metal.

En verdad, lo único diferente de esta historia de entre otras muchas fue la sinceridad, porque aquella pareja convivió durante más de cuarenta años sin engañarse ni un momento, es decir, sin esconderse su odio mutuo ni disimularse su rencor y sin hipocresías ni mentiras de por medio. Esto hizo que los episodios más escalofriantes fueran para ellos asuntos meramente rutinarios.
Fue normal por ejemplo que Tom casi la palmase cuando Angélica le dio el doble de su medicación ¿sin querer? O que Angélica rodara escaleras abajo al tropezar con una caja de herramientas dejada en el rellano ¿por descuido? O que a Tom le faltaran unos segundos para irse al otro barrio tras “cerrarse sola“ la puerta de la sauna, o que Angélica casi se friera electrocutada por una “mala conexión” en la tostadora. Y mucho más.

En su obsesión por librarse el uno del otro, entre ambos fueron acumulando un enorme ideario de “fortuitos y mortales accidentes caseros” que incluía todo tipo de envenenamientos, caídas, fatales olvidos, descuidos y malas suertes en general en el que no faltaban además las consabidas maldiciones, males de ojo, desapariciones paranormales y sacrificios vudús. Ideario que de haber sido publicado, y sabiendo cómo está el patio, se habría convertido sin duda en el mayor Best-Seller de la historia.
Así pues, aquella aparente pareja de afables ancianos, amigos de sus amigos y vecinos ejemplares del barrio, vivieron juntos odiándose y maldiciéndose en un estado de permanente guerrilla doméstica que no les trajo más que montañas de dolor físico e infelicidad. Allí nadie cedió nunca ni nadie dio jamás un paso atrás. Siempre estuvieron como al principio y, de no haber sucedido lo que sucedió, podían haberse pasado otros cien años así.

El final que, obvio decirlo, tenía que llegar tarde o temprano, no fue más que una tragedia fruto de la enésima mala idea. Alguno de ellos, no recuerdo si él o ella, prendió fuego a unas cortinas como parte de otro maléfico e improvisado plan, dando lugar a un forcejeo en el que cada uno quería arrastrar al otro hasta las llamas. Para cuándo los bomberos consiguieron atajar el incendio apenas pudieron rescatar dos cuerpos totalmente carbonizados.

El jefe de Bomberos resumió el sentir general al dar la noticia : "Hemos encontrado los cadáveres de un matrimonio de ancianos. Viéndose sin escapatoria han querido esperar a la muerte unidos para siempre, abrazados, y así partir de este mundo junto a su ser más amado”. El vecindario quedó prendado de aquella gran historia de amor ejemplo de compromiso y sacrificio, y por Tom y Angélica se encendieron velas y se rezaron homilías en la misa del domingo. Los niños de la escuela del barrio les dedicaron poemas e incluso al poco tiempo, a petición popular, el Ayuntamiento les dedicó un parque. Y no uno cualquiera.

Cada tarde, las parejas de enamorados pasean por la vereda hasta la pequeña lápida que preside el parque, en la que se puede leer “Aquí descansan Tom y Angélica, juntos en la eternidad, como ellos hubieran querido”. Una vez allí, los enamorados se toman de la mano, se dan la vuelta y lanzan una moneda de espaldas a la tumba para que, según dice la tradición, el destino les depare un sentimiento tan eterno y profundo como el que vivieron los que yacen allí enterrados.

lunes, 8 de septiembre de 2014

RELATO: TU Y YO, JEFE

Algo se ha torcido, jefe. Algo salió mal. Son cosas que pasan, de las que nadie tiene la culpa. Pero a mi me toca pagar, jefe. Sé que a tu edad no puedes entender lo que esto significa, que en tu inocente cabecita no cabe imaginar el dolor y la dureza del castigo que se me impone. Me privan de ti, jefe. 
 
Desde hoy mismo no me está permitido darte las buenas noches a los pies de tu cama, ni prepararte la merienda, ni escaparme contigo a la salida del cole para tomarnos un helado. Por lo visto, a partir de ahora sólo puedo hacerlo un fin de semana de cada dos y los jueves impares, y ciertos días de vacaciones, creo. O que se yo. Eso dicen los papeles, jefe.

Me condenan. Mil risas y otros tantos momentos tuyos me serán robados para siempre y en muchas de tus fotos ya no estaré yo. Y esto es lo que me preocupa, no lo que digan los papeles.

El único trato en el que me va la vida es en el que ahora hago contigo. Te aseguro que es necesario jefe, porque probablemente oirás muchas cosas sobre mi. No hagas caso a esas voces y piensa en mí como lo que soy, porque de todo esto sólo quedaremos tu y yo. Los demás nos sobran. Sabes que desde que naciste todo lo mío es tuyo, que si solo me quedaran monedas para un plato sería para tí,  y que si para un sólo par de zapatos tuviera, sería yo quien andara descalzo y no tú. Esta es la única verdad, y todo lo demás que puedan contarte serán cuentos de viejas, farfullas de abogados y milongas que deben importarte un carajo, jefe. Tú sabes que yo siempre estaré ahí, todo lo cerca que me sea permitido y todo lo presente que me sea concedido.

El trato es sencillo. Tú sólo debes recordar que soy tu padre, que lo soy allá donde estés y a cada minuto del día. De todo lo demás despreocúpate, ya me encargaré yo jefe.

miércoles, 3 de septiembre de 2014

RELATO: BUSCANDO UN GALIANA

Mi cámara submarina disparaba sin cesar contra el histórico buque insignia de la flota rebelde.  La célebre fragata Espérides, hundida siglos atrás por la Armada Real en la gran batalla del Peñón,  descansaba  sobre un arrecife a no más de cinco o seis metros de la superficie, lo que me permitía ver con claridad todos sus detalles. Allí estaba el puente de mando del impresionante navío, muy bien conservado, desde donde el revolucionario Galiana diera sus órdenes; allí seguían sus temibles cañones, ahora hogar de conchas y corales; y allí permanecía en pié, aunque diezmada por mil andanadas, la magnífica arboladura de aquel espléndido barco de guerra.


Inmersa en ese pausado y sobrecogedor mar de historia, mi mente iba colocando cada pieza en su lugar  y noté en mi mano una sensación única al acariciar el casco de la Espérides.  Era como si, más que una reliquia o una curiosidad histórica, hubiera tocado un símbolo. Un símbolo de ilusión y esperanza, pues no en vano muchos hombres habían decidido seguir el rumbo y la deriva de aquel navío; y hundirse con él.
Sobre la cubierta del inmóvil bajel, el corazón se me disparaba al comprender cómo la verdad había hecho libres a unos hombres, muertos cientos de años atrás; y cómo una simple idea de libertad les había bastado para romper las cadenas mentales que los sometían a los deseos de un tirano. Una agradable sensación de felicidad me invadió al imaginarlos surcando los mares, dueños de sus destinos, sin reyes ni patrones.

De un extremo del mástil sumergido, cubierto de algas y cangrejos, colgaban aún los restos de la célebre bandera revolucionaria. Fue como un imán para mis ojos, y estoy seguro que cualquiera que bajara hasta allí se quedaría absorto, como quedé yo, al contemplar el lento y ondulante movimiento de aquel enorme trozo de trapo hecho jirones, que se balanceaba a media agua al pairo de la corriente.

Ensimismado en el vaivén suave y eterno de esa bandera, por la que lucharon y dieron sus vidas tantos desheredados, entendí las razones de Galiana, sus ideales, sus fines. Su conciencia. Y en el mismo momento en que mis dedos alcanzaron a tocarla, el capitán me ganó para su causa. La eterna causa perdida de los sin nombre.

En la soledad brutal del silencio marino, la olvidada bandera sigue ondeando majestuosamente en su mástil, preparada para volver a ocupar su lugar en la batalla y para luchar otras mil veces en favor de los oprimidos. Espera paciente y segura de sí misma pues sabe que algún día, con otro capitán, la Espérides hinchará otra vez sus velas y hará atronar sus cañones, borrando de la faz de la tierra a unos cuantos miserables antes de ser hundida de nuevo.

Eso será algún día. Cuando llegue otro Galiana.


martes, 2 de septiembre de 2014

RELATO: AMIGO MÍO

De cuando en cuando me vienen a la cabeza sencillas preguntas sobre ti. Estoy seguro de que a tí también te pasa. Me pregunto, por ejemplo, qué lugares frecuentas ahora, con quien compartes tu noche y tu día, a que nuevos amigos abres tu alma o, sencillamente, qué mar moja tus pies. Me pregunto también a dónde fueron nuestros secretos compartidos, dónde quedaron nuestras miradas cómplices, en qué cajón duerme nuestro juramento de "mejores amigos para siempre". 


Me reconforta la convicción de saber que todas y cada una de las promesas pronunciadas en aquel entonces, aunque incumplidas, nunca dejaron de ser sinceras; y que siguen siéndolo. Que lo serán para siempre.

Amigo mío, de cuando en cuando, hoy por ejemplo, me vienen a la cabeza sencillas preguntas sobre tí. Y en esos días, como ahora, sonrío.

lunes, 1 de septiembre de 2014

RELATO: EL ÁRBOL DE GARUBI


Garubi vio como caían a sus pies, como dos lágrimas verdes, las dos últimas hojas del baobab y cómo, al mirar hacia arriba, una tromba de pétalos le cubría por completo. No tuvo duda; aquel ser imponente, fuerte e inmóvil, le proponía una amistad.

Esa misma tarde Garubi levantó una cabaña junto al Baobab y desde entonces vivieron para cuidarse mutuamente. Sin respeto por las estaciones, la mera compañía de Garubi parecía mantener al árbol siempre florecido, mientras que alimentándose tan sólo de los frutos de su amigo a Garubi nunca se le conoció mal o enfermedad alguna.

Con el tiempo el viejo y su árbol se convirtieron en una de las curiosidades de la aldea, y de lejos venían a ver cómo aquel anciano era obedecido por el enorme baobab, del que caía una hoja cuando Garubi chascaba los dedos, o del que se desprendía un fruto si lo señalaba con su mano.

-¿Qué magia tribal es esta? -preguntaban los curiosos.

- Pruebas de amistad nada más –les respondía Garubi.

Lo cierto es que el baobab que está hoy en el centro de la aldea, con una cruz a sus pies, es un árbol seco y triste, del que dicen que no volvió a dar hojas ni frutos desde que enterraron al anciano Garubi bajo sus raíces.

Al despuntar el alba los viejos se acercan a descansar a la sombra del encorvado árbol con gran respeto, pues solo ellos saben a quién pertenece el rostro que dibuja la sombra del baobab en el suelo, con los primeros rayos de la mañana.

(Relato seleccionado por Casa Africa  en "PuroRelato I" para su edición digital)