Fue una gran sorpresa para mí encontrarme
con mi viejo amigo en una de esas inesperadas casualidades que ocurren de vez
en cuando y que te alegran el día. Al principio, en una primera mirada, casi
llegué a pensar que se trataba de otra persona, pero finalmente fue él el que
me reconoció haciéndome una seña y aproximándose a mi mesa.
A partir de ese momento todo me
resultó desconcertante. A medida que se acercaba volví a dudar, pues su caminar
era distinto, desconocido para mí, y no tal y como yo lo recordaba. No era el
suyo aquel paso resuelto y seguro que siempre pisaba firme y con decisión, sino
un andar titubeante y pausado, yo casi diría que miedoso. Como si de la noche a
la mañana hubiera cambiado de actitud vital, mi buen amigo sorteaba las mesas
agachando la cabeza, encorvando la espalda, y pidiendo disculpas a todo y a todos,
en un estado de sumisión ante el mundo que jamás pude imaginar en él.
Cuando se sentó frente a mí casi no
me lo podía creer y no pude evitar abrir los ojos de par. Era como si en unos pocos
meses, desde la última vez que nos vimos, le hubieran caído cien años encima. Así,
de golpe. ¡Era increíble! ¡Aquello parecía ciencia ficción! Su espesa y negra mata
de pelo había desaparecido, y en su lugar se veía ahora una corta alfombrilla
de pelo cano. Sus ademanes y movimientos, antes arrogantes y
descarados, eran ahora lentos y cautelosos, claramente gobernados por la
prudencia.
Pero lo que más me llamó la
atención fueron sus ojos ¡Ah, sus ojos! Lo ojos de mi amigo, que yo conocía
bien, alegres y vivarachos, de mirada incansable, siempre abiertos y dispuestos
a descubrir. Hoy me miraban cansados, sepultados bajo unas enormes ojeras que
escondían cualquier atisbo de expresión. Aún así, en ellos, en esos ojos que no
habían perdido un ápice de bondad y limpieza, reconocí mi amigo. Era el de
siempre.
Y como era el de siempre hablamos
durante horas y nos pusimos al día recordando viejas historias. A pesar de la confianza,
no quise ser desconsiderado y no hice mención ni pregunté por su aspecto tan
desmejorado. ¿Cómo era posible tal cambio? ¿Qué le pudo haber pasado en estos
meses?
-Quizá una enfermedad, o un duro
varapalo de esos que te da la vida-
pensé para mí.
Al despedirnos nos dimos un
abrazo y le noté especialmente emocionado.
-Espero que no pasen tantos meses
sin vernos otra vez- le dije
Los ojos de amigo se humedecieron
al instante sin yo entender porqué, mientras me sonreía con lástima y me daba
unas suaves palmadas en la mejilla con expresión comprensiva.
Entonces me tomó en sus brazos
y, envolviéndome en un sentido abrazo, me susurró al oído unas palabras que me devolvieron
de golpe a la realidad. Sí, a esa realidad de la que yo a menudo escapo para entremezclar
mis fantasías con mil recuerdos y mil nombres; esa realidad de la que huyo, no
sé desde cuándo ni porqué, para adentrarme en un mundo en el que el tiempo no pasa
y en el que el espacio es infinito; un mundo mágico, mío, en el
que el reloj siempre se detiene en mi momento más feliz, y en el que todo es a
semejanza de como yo lo quiero ver.
Su voz, la voz de mi amigo, me despertó
con la verdad, y yo supe por sus ojos que no mentía.
-Tom, querido amigo mío –me susurró
llorando- hace más de cuarenta años que no nos vemos.