miércoles, 25 de noviembre de 2015

RELATO: SU SALVADOR

Les aseguro que, a pesar de las conclusiones que puedan sacar de este relato, el chico fue un niño prodigio, casi me atrevería a decir que superdotado.  Adelantado en varios cursos a los de su edad, fue número uno en el colegio  y en la universidad. Y también en el doctorado y en las especializaciones,  y en todo lo demás que cursó.
Al terminar sus estudios  las más importantes  multinacionales pugnaron por él  y, siendo poco más que un adolescente,  ya  organizaba,  dirigía y presidía empresas con presupuestos millonarios, de las que dependían el futuro y la vida de miles de personas.  Y así, casi sin esperarlo, se vio instalado en lo más alto, en una vida de lujo, de coches deportivos,  mansiones y  jets privados. Pocas veces se vio una carrera tan fulgurante, ni tan brillante, ni tan lucrativa.

Pero en esa privilegiada y cuidadísima educación, preparada minuciosamente por sus mayores y en la que se había estudiado al detalle cada paso  a seguir para llegar a las direcciones generales y a los consejos de administración, en esa cuidadísima educación digo, se cometió un error. Un error que, a la postre, dio al traste con todo.
Fueron los libros. Aquellos libros que inesperadamente, siendo aún un niño, cayeron en sus manos.  Libros del todo inexistentes e inútiles para el objetivo trazado, libros totalmente innecesarios en el mundo de la empresa y las leyes que lo rigen, libros invisibles en el rentable y eficiente universo de las finanzas y el beneficio. Libros, en fin, prescindibles para todo… excepto para lo más imprescindible.  
Cada noche, cuando ya todas las luces habían sido apagadas,  devoraba esos libros descartados a la luz de una pequeña lámpara, y con ellos escapaba a otros mundos, lejos del que había sido meticulosamente planificado para él.  Esas lecturas nocturnas le enseñaron que existían otras mil formas de encarar la vida, otros caminos, otros valores. De ellas aprendió también sobre las personas  -un saber mucho más extenso y complejo que el los números  y las rentas-, y se admiró y maravilló con las vidas valientes de hombres y mujeres realmente excepcionales,  todos ellos recordados por entregar a los demás, desinteresadamente,  su conocimiento, su mensaje  o su piedad. Nunca su dinero.
Al principio hizo equilibrios queriendo contentar a todos, e intentó aplicar en la jungla en la que se movía de día lo que le dictaban el alma y el corazón por la noche. Pero le fue imposible. Los beneficios no casaban con la solidaridad y la rentabilidad no podía convivir con la justicia. Se repelían.
Había que decidir. Y decidió.
Un día desapareció dejando una escueta nota en la que pedía a su familia que no se preocuparan por él  y, sobre todo,  que no le buscaran. Dejó su dormitorio tal y como siempre estuvo, y en él solo se echó en falta la pequeña caja de madera que guardaba bajo la cama y en la que, como todo niño, escondía sus secretos y tesoros lejos de los ojos de los mayores.
Esa caja. La misma pequeña caja que un día le regalara un vagabundo camino a la escuela y en la que se apretaban, unos contra otros, una veintena de pequeñas ediciones de bolsillo -gastados libritos-, muchos ya sin cubiertas y con hojas despegadas. Hoy saca uno al azar  -“El principito” de A. Saint-Exupéry-  y se sonríe. Luego otro   -“Memorias de un europeo” de S.Zweig- y se sonríe otra vez.  Con cariño los devuelve a su sitio mientras recuerda el día en que  aquel vagabundo de boca desdentada y ropa raída le guiñó un ojo y le salvó la vida, poniéndole ese caja en las manos.
-Chico, - le dijo-  aquí está todo lo que tienes que saber.
Cuánta razón tenía.

martes, 17 de noviembre de 2015

RELATO : ALEGORIA INTRASCENDENTE


Fue una tarde de domingo cualquiera, después de muchos años, cuando uno de ellos preguntó al otro su edad. La pregunta llegó sencilla, escueta, sin ánimo de nada, casi sin ambición de saber. Y créanme que no sabría decirles si se oyó alguna respuesta o, si la hubo, cuál fue, pues el descanso de la película que veían juntos llegó a su fin y el tema quedó aparcado en el olvido, seguramente por intrascendente.
 
Varios años más tarde, en otra tarde de domingo, fue el otro el que reparó, casi sin darse cuenta, mientras tendía la ropa en la terraza, en que ambos tenían distinto color de piel. Muy distinto. Como la noche y el día. Sonriendo se encogió de hombros para sí y siguió con su colada, y luego con la plancha y más tarde con los baños. Finalmente se enfrascó en la lista de la compra, asunto mucho más vital que acabó por arrastrar para siempre lejos de su memoria aquel fugaz dilema de los colores.
 Ya en la vejez porfiaban, como cualquier pareja que llega junta a la senilidad, sobre los temas más absurdos e irrelevantes, y a menudo discutían sobre sus sexos, pues era cierto que en los años de plenitud nunca se habían preocupado por saber si el uno era hombre y el otro mujer, o viceversa, o si los dos eran lo mismo. Lo cierto es que, al igual que con la edad y el color, aquella vida llena de dicha y felicidad había transcurrido tan rápido, se les había hecho tan corta, que nunca sintieron la necesidad de preguntárselo.

domingo, 8 de noviembre de 2015

RELATO: PASADO

Hoy lloré.
Fue el pasado. Ese miserable pasado. El mío.
Como siempre, me pilló desprevenido y a traición, acercándose de puntillas por mi espalda, y cuando quise darme cuenta ya era tarde, ya me tenía en sus manos. Me levantó en volandas y me lanzó al aire como si fuera un bebé, jugando conmigo, vapuleándome ¡cómo disfruta poniendo boca abajo mis emociones! Por su mirada entendí en seguida que hoy venía con aura triste, con cuerpo nostálgico, y me preparé para el chaparrón.

En un instante, me llenó el alma de caras y lugares, y puso en mi mente mil personas y canciones: canciones que me recordaban personas, personas que me recordaban canciones. Sin piedad, me obligó a balbucear todas las palabras que alguna vez quise decir pero que por cobardía no salieron de mi boca, y me hizo revivir cada paso atrás, cada mentira, cada desencanto, cada decepción conmigo mismo. Finalmente me zarandeó con la fuerza de un huracán, como si yo fuera un monigote, y desapareció dejándome exhausto. Como siempre que me visita.

Sé que todo lo que me trae es parte de mi -a fin de cuentas es mi pasado y, como a todos, me persigue-, pero no quisiera que se llevaran una idea equivocada: les aseguro que lo de hoy ha sido una excepción. Sin duda, debíó  tener un mal día -tan malo como para hacerme llorar- porque mi pasado, amigos, casi siempre me llega con una sonrisa, impregnando el presente de alegría y el futuro de esperanza. Y creánme que es muy capaz de convertir sus días de visita en una fiesta. En una fiesta en la que no faltan los que, sin estar, viven aún en mí; una fiesta de gritos y risas, de peleas con mis hermanos; una fiesta de carreras de scalextrix y de juegos reunidos Geyper. Una fiesta mía, de los míos y para los míos, con otras mil cosas dignas de contar.
Pero eso será en otro relato.

martes, 3 de noviembre de 2015

RELATO: SOLO EN FARMACIAS

Sara entró en la farmacia para comprar la medicación de su marido. Mientras aguardaba se miró en un espejo del expositor y se sonrió.  Estaba lejos de aparentar los 64 años que tenía, lo que sin duda se debía a las mil capas de maquillaje, a las horas de peluquería y, sobre todo, a pasarse día y noche al servicio de un enfermo, pues la esclavitud diaria de levantar, vestir y asear a su marido inválido mantenía a Sara fibrosa y en plena forma, y ningún gimnasio podría ofrecerle una tabla de ejercicios mejor.
Sara ocupó un lugar en el mostrador en el mismo momento en que otra mujer, más o menos de su misma edad y también muy arreglada, hacia lo propio quedando  hombro con hombro con ella. La  farmacéutica, atendiéndolas a la vez para ganar tiempo, tomo los papeles de ambas y desapareció tras la trastienda en busca de los medicamentos. Al poco volvió.
 
-A ver- dijo comprobándolo todo- tenemos las recetas, los visados de inspección, historiales médicos…
Muy bien  –le dijo primero a Sara- aquí tiene la medicación para las bajadas de la tensión de su marido. Tenga cuidado y bajo ningún concepto se debe olvidar de dársela todos los días.
 
Luego continuó dirigiéndose a la otra mujer.
 
-Y aquí tiene usted la medicación para las subidas de tensión de su marido-, y atención con la dosis.
 
El teléfono sonó y la farmacéutica desapareció un momento tras la trastienda.
 
Las dos mujeres quedaron a solas en el mostrador, cada una frente a su frasco. Se hizo el silencio. Y entonces Sara quedó petrificada: la otra mujer alargó el brazo y, con un leve movimiento de la mano, empujó su frasco unos milímetros hacia ella. Sara palideció y un primer pensamiento le vino a la mente. La mujer repitió el gesto con un poco más de intención ¡Sí! ¡Era un ofrecimiento! Ya no se podía interpretar de otra manera. Le estaban proponiendo un trato. Sara giró la cabeza para buscar los ojos de quien le hacía tal impensable oferta, pero no los encontró. La mujer, completamente pálida, no dejaba de mirar al frente, respirando entrecortadamente.
Sara comprendió la situación. Cada una estaba en posesión de un frasco con una medicación letal para el marido de la otra. La propuesta estaba clara. Frasco por frasco. Libertad por libertad. Y fácil, sin riesgos, porque todo -las recetas, los visados,…- estaba ya en orden, firmado y sellado. Tenía que pensar rápido, pues el ofrecimiento podía caducar en cualquier momento y no habría una segunda oportunidad.
Lo sopesó por un momento. Podía ser, podía hacerse. Todo quedaría como una terrible confusión y como mucho podrían culpar a la farmacia por un lamentable error. Sara tomó el frasco de la mujer y salió rápidamente del establecimiento. A sus espaldas sintió cómo su cómplice cogía su frasco y salía en dirección contraria.
Unos meses más tarde Sara paseaba ensimismada. Nada había salido como ella pensaba. La culpabilidad era una losa y, en vez de sentirse libre, se sentía sola, muy sola. Recordaba los paseos empujando la silla de su marido y echaba de menos las tardes leyendo para él. Ahora la casa se le caía encima. Nunca  pensó que se pudiera echar tanto de menos una leve respiración, una simple presencia, una sombra, algo vivo, aunque fuera mudo e inexpresivo.
Al entrar en la farmacia miró instintivamente a su izquierda y allí la vio de nuevo. ¡Era  aquella mujer! ¡Increíble casualidad del destino! Pero en aquel rostro ya no se veían pinturas, ni maquillajes, ni brillos. Solo arrugas. Como en el de Sara. Parecía que más que unos meses hubieran pasado 20 años desde su encuentro. En un momento en que quedaron a solas tras ser atendidas, Sara puso su frasco frente a la mujer.
-Con lo que he oído, creo que con medio frasco te bastará – le dijo en voz baja.
Su cómplice, con expresión triste, puso a su vez el suyo frente a Sara.
-Con éste, para lo tuyo, incluso menos- le contestó.
Aquellas fueron las últimas palabras que se dedicaron aquellas dos mujeres antes de intercambiarse los frascos y salir a la calle. Ya en la puerta se atrevieron a mirarse a los ojos , y a sonreírse, tan solo por un segundo.