Tras varios años de tiras y aflojas tocaba dar un paso más, probablemente
el definitivo. Ambos querían -necesitaban- comprobar si tantas palabras comprometidas tenían un
sentido, si todo lo dicho y hablado era algo más que puro humo. Ambos ansiaban ya un
“momento de la verdad”, ver las cartas del
otro boca arriba.
Así que fijaron una fecha para el encuentro. Dos semanas.
Así que fijaron una fecha para el encuentro. Dos semanas.
En los primeros días tras tan definitiva decisión la ilusión
les espoleó. Fueron días de comunicación
fluida y continua, de prepararse para el momento, de no decepcionar, de
parecerse exactamente a lo que el otro esperaba; pero conforme se iba acercando
el día el nerviosismo fue ganando
terreno. Surgieron las lógicas dudas y mucho de lo que hasta ese momento se había
dado por válido, comenzó a cuestionarse.
-¿De verdad vas a ser tan increíble como aparentas? ¿No será
una pose lo tuyo?
- ¿Y tú? ¡Me parece imposible que exista alguien tan simpática!¡Habrá
que comprobarlo!
Quizá no fuera una buena idea. Quizá debieran esperar un
poco más, ¡qué sé yo! contarse más cosas
antes de dar el paso. Lo cierto es que el miedo a la decepción les sobrevoló
durante esas dos largas semanas. ¿Cómo sería ese encuentro? ¿Qué se dirían?
¿Cómo reaccionarían? Miedo, había mucho
miedo, pero tarde o temprano tenía que suceder pues una relación no podía
mantenerse así, en constante incertidumbre, sin que la vida de uno fuera parte
real y total de la del otro.
Llegó el día. Cada uno respiró hondo frente a su ordenador.
No había marcha atrás.
Tal y como habían convenido, ella le envió una solicitud de
amistad y él la aceptó. Diez minutos más tarde se vieron en el salón. Como
siempre, se sentaron juntos en el sofá, frente a la televisión, sin decir
palabra. Pero hoy era distinto.
Hoy, tras diez años de convivencia, por fin había llegado el momento de ponerlo
todo en el asador, de conocerse de verdad, sin secretos. Allí, en la red, donde
nada se esconde.