jueves, 28 de agosto de 2014

RELATO: EL OTRO CUENTO


Nacieron a destiempo y a despropósito. Desde un principio, las suyas fueron vidas predestinadas, prisioneras, paridas tan sólo para dar brillo a otras existencias más ilustres. Sus nombres siempre aparecieron con letra pequeña en el cartel, como secundarios prescindibles en la gran historia de otro. Nada más. Nunca, ni siquiera por un instante, fueron dueños de su destino ni jamás tuvieron conciencia o memoria propia, e incluso en sus sueños y recuerdos, cuando los tenían, se les negaba la primera persona.  Se les impuso el enorme sacrificio de vivir sin elección robándoles el sagrado derecho de acertar o equivocarse por ellos mismos, sin que ninguno de ellos pudiera elegir entre hacer de su vida algo interesante o simplemente tirarla por el retrete.

¡El derecho de ser tu propio protagonista!  ¿Es mucho pedir?

Además, ¡cómo los habían retratado! En realidad no eran tan tontos, ni tan malos, ni tan patéticos pero, claro, era lo requerido para realzar el ingenio, la bondad y la grandeza del príncipe o la princesa de turno. Eran una necesidad comparativa. 

Cada viernes, tras sus respectivas funciones, quedan todos en el café, hacen piña entre ellos y se interesan los unos por los otros, consolándose mutuamente de sus abandonos y olvidos.  Por supuesto, a los demás clientes les resulta extraña esa reunión de feos, mediocres, tullidos y marginados de la que de cuando en cuando se escapan carcajadas de villano y gruñidos de ogro feroz –únicas risas y voces que tienen-. Y tanto les extraña, que no dejan de mirar con curiosidad y repulsa preguntándose cuándo, de una vez por todas, llegará algún apuesto protagonista, un héroe de verdad, dispuesto a cortar algunas cabezas y a poner fin a tanta fealdad. ¡Las cosas en su sitio, por favor!  

En esas tardes de tertulia, lejos de sus vidas en la sombra, se sienten bien y se relajan sabiéndose entre iguales. La madrastra suele pedir la merienda para todos  y, como siempre, el leñador de horrible cicatriz se despacha a gusto con el chocolate mientras la bruja de Hansel Gretel –¡Já, mira que decir que le gusta comer niños!- hace lo propio con los churros. También como siempre, Mudito pide su café por señas mientras acaricia a su mejor amigo, un bello cisne que se sienta a su lado; un bellísimo y majestuoso cisne que arranca murmullos en el público de la sala, sorprendido de contemplar tal belleza en tan horrenda compañía.

El ave se deja acariciar, feliz. Está con los suyos, con quienes quiere estar, entre sus amigos que la aceptan como a uno más sin dejarse engañar por su aspecto de héroe de cuento; precisamente ellos han aprendido mejor que nadie, y a base de golpes, que no se debe juzgar por la apariencia. Quizá su nombre puede resultar engañoso e incierto, pero les aseguro que su corazón no lo es. Es el Patito feo y lo será para siempre. Un bonito final de cuento y unas cuantas plumas no pueden cambiar eso.

miércoles, 27 de agosto de 2014

RELATO:LA MUJER INCOMPLETA

Sentí como temblaba cuando empecé a desnudarla despacio. La noté nerviosa, quizá demasiado para esas alturas de la historia. Sin llegar a resistirse, Carlota tampoco facilitaba mis afanes por desvestirla, respiraba agitadamente y se cubría el torso con los brazos, impidiéndome no ya solo tocar su cuerpo, sino incluso que pudiera poner mis ojos sobre él. La tomé por las muñecas y con un movimiento brusco y autoritario abrí sus brazos. Y entonces lo entendí todo.
Entendí por qué tanta demora en llegar a aquel momento a pesar de los indudables sentimientos, por qué tantas excusas a pesar de tanto deseo, por qué tanto titubeo a pesar de las ganas. Ella se sentía incompleta.
La brutal cicatriz atravesaba su cuerpo en diagonal, desde el hombro a la cintura, cual grotesca banda de dama de honor. El rosado surco de carne literalmente dividía su torso en dos mitades, como una falla sísmica, cercenando su seno derecho y luego ensanchándose para serpentear en leves eses por el estómago. Finalmente se perdía por debajo del pantalón, haciendo imposible conocer el tamaño real de la herida.
Una vez Carlota se vio totalmente expuesta a mi vista quedó inmóvil, impasible, escrutando atentamente mi rostro. Luché contra mi sorpresa para no mostrar emoción alguna y, mirándola a los ojos, puse mi mano sobre su seno deshecho y, bajando con suavidad por el grueso trazo, atraje su cuerpo hacia mí.
Ella sonrió. Y empezó todo.
Nunca fui tan feliz como en mis años con Carlota. Me cautivaba que, a pesar de su indudable belleza, se mostrará tan tímida y sencilla; que siempre quisiera pasar desapercibida, que siempre quisiera parecer "poquita cosa". Por esas incomprensibles cosas del ser humano, su marca la hacía insegura y frágil. Se creía diferente. Como el primer día, siempre se pensó incompleta.
Pero no lo era para mí. Cada noche el sueño me atrapaba con el brazo sobre su cicatriz, sintiendo su tacto áspero o suave, según sobre qué parte cayera mi mano; y en las frías noches me apretaba contra ella buscando el constante calor que surgía a su través, casi sin piel de por medio.
Me cautivaba ver, en las holgazanas mañanas de domingo, el brillo que reflejaba la zona lisa de su herida, cuando la luz de sol la golpeaba al atravesar las cortinas medio abiertas de la alcoba. Parecía una Diosa. Y me parecía vivir en un cuento de hadas al ver los destellos que surgían en las noches de luna llena, cuando un rayo se aventuraba a besar el mágico surco.
Ya era mi cicatriz.
No podría asegurar cual fue el motivo del final. Solo sé que, un buen día, como pasa a otros muchos, todo de lo que siempre nos habíamos considerado a salvo, entró de golpe por la ventana. La dejadez, la rutina, el hastío. Quizá, con el tiempo, ella pensó que podía aspirar a algo más que a un pobre escritor desconocido de provincias. O quizá fuera esta paranoia que ahora escribo la culpable de todo. No lo sé. Imposible saberlo. Solo sé que se acabó.
Ahora la echo de menos. Sí, mi recuerdo de Carlota es constante. En cada despertar junto a otra mujer me descubro palpando ese torso nuevo, añorando la imborrable sensación de aquella cicatriz sobre el pecho. Busco aquel reconfortante calor casi sin piel, que no me llega. Y siempre – llámenme loco- , abro las ventanas de par en par,mientras mi acompañante duerme, albergando la esperanza, siempre sin fortuna, de que el reflejo de sol me regale un nuevo brillo que ciegue mis ojos.
Nunca seré el mismo sin Carlota. Yo llevo ahora su cicatriz. Porque para mí, sin ella, todas las demás son mujeres incompletas

domingo, 24 de agosto de 2014

RELATO: EL ÁRBOL DE MI VECINO

Cada mañana, mientras desayuno, diviso desde mi terraza el jardín de mi vecino. Es quizá algo más grande que el mío, del que lo separa una valla. Me gusta sobre todo contemplar el enorme árbol del fondo, cuya copa cubre toda la parcela, pues es el alma de ese jardín. Todas las demás flores y plantas crecen disfrutando de su sombra y cobijo, aprovechando su denso ramaje para resguardarse tanto del sofocante sol como de las tormentas, y sus frutos maduros caen sobre la tierra como alimento, proveyendo de abono y comida a los más pequeños y débiles.

No contento con eso, el gran árbol, conocido por su generosidad, es el hogar de todos los pájaros y ardillas de la zona, además de ser el sufridor de los perros y gatos del lugar. Y los traviesos niños del barrio saltan a menudo la verja para jugar trepando por sus ramas, y para columpiarse en la rueda que cuelga de su rama mayor.

El gran árbol se deja. No le importa. Es fuerte y aguanta, y por eso su mera existencia es una bendición para otros seres menos afortunados que moran a su alrededor. 

Ese árbol es digno de toda mi admiración y respeto.

A estas alturas del relato, si son mínimamente afines a lo que escribo, ya habrán encontrado el símil. Es sencillo, casi de niño. Ese árbol nos recuerda a esas personas que están para todo y para todos. Es ese padre, hermano, o amigo fuerte, irreductible, y siempre presente y dispuesto. Es esa presencia, esa garantía de contar siempre con una mano a la que aferrarse, o un bastón en el que apoyarse. Todos, o casi todos, tenemos a alguien. 

Un día uno de mis sobrinos lanzó una pelota con demasiada fuerza, y fue a caer al jardín de mi vecino. Salté la verja para ir a buscarla. La pelota había ido a parar al estrecho hueco que quedaba entre el frondoso árbol y la valla del fondo del jardín. Al agacharme a recogerla, lo que vi me dejó mudo.

El enorme árbol se sostenía a duras penas, apoyado sobre varios palos a modo de puntales. Su aspecto era muy distinto desde aquel lado. Un enjambre de insectos roía su entrañas, y una áspera capa de brotes y musgo cubría su tronco, dándole un aspecto fantasmagórico. El tono grisáceo y semiverdoso de esa parte trasera contrastaba con el vivo y brillante color caoba de su parte frontal.

A mi nariz llegó un desagradable olor a fango fétido. Y al bajar la vista vi que la pestilencia provenía de un charco de limo lechoso, fruto de la corrosión que aquellas alimañas producían en ese generoso ser vivo. 

Aquel día, mi admiración por el árbol del jardín de mi vecino se convirtió en veneración pues conocí su verdad. Ahora se que también esconde sus miserias, y que pasa sus penurias.  He visto de cerca como sufre. Me sobrecoge sobremanera su esfuerzo de cada día, su ánimo en mostrar a todos su mejor cara y su entereza para recibir y dar cobijo a cualquiera que lo necesite. Pero me sobrecoge mucho más su valor para encarar la vida con buen color, sin mostrar a nadie los fantasmas que lo afligen.

Ahora sé que no debe haber muchos árboles como el del patio de mi vecino. Y se que tampoco hay muchas personas como él.

Esos pocos, y no otros, serán los que salven al mundo .


viernes, 22 de agosto de 2014

RELATO DE ARENA

Se conocieron en la playa en una mañana de verano, jugando a encontrar conchas y caracolas en la arena. En ese día se prometieron volver y desde entonces, a pesar de los años y la vida, siguen escapándose a su pequeña cala siempre que pueden, como si de un santuario se tratara. Con el tiempo se hicieron con una casita junto a la arena y allí, a la entrada, en un viejo cofre de motivos marinos, guardan los trofeos que han ido encontrando a lo largo de los años. Esos cientos de conchas y caracolas son su botín, la prueba de su felicidad y de su constancia. Su tesoro. Su gloriosa victoria frente al día a día.
Los dos sufrieron antes y, por tanto, saben y conocen. Los dos son conscientes. ¡Hay que cuidarlo!¡Hay que mimarlo!. Por eso, temerosos del destino, él sale sigilosamente de noche y esconde algunas caracolas bajo las algas de la playa; y ella cada mañana, mientras pasea por la orilla, deja caer disimuladamente algunas conchas que lleva en su bolso, enterrándolas con su pie bajo la arena.
Y así siguen, jugando a encontrar conchas y caracolas en la arena como en aquel lejano primer día. Y si bien es cierto que la sorpresa en cada hallazgo es fingida, la alegría no lo es porque saben que cada caracola escondida es un "no puedo vivir sin ti", y que cada concha enterrada es un "quiero morir contigo".