Nacieron a destiempo y a
despropósito. Desde un principio, las suyas fueron vidas predestinadas, prisioneras,
paridas tan sólo para dar brillo a otras existencias más ilustres. Sus nombres
siempre aparecieron con letra pequeña en el cartel, como secundarios
prescindibles en la gran historia de otro. Nada más. Nunca, ni siquiera por un
instante, fueron dueños de su destino ni jamás tuvieron conciencia o memoria
propia, e incluso en sus sueños y recuerdos, cuando los tenían, se les negaba
la primera persona. Se les impuso el
enorme sacrificio de vivir sin elección robándoles el sagrado derecho de acertar
o equivocarse por ellos mismos, sin que ninguno de ellos pudiera elegir entre hacer
de su vida algo interesante o simplemente tirarla por el retrete.
¡El derecho de ser tu propio
protagonista! ¿Es mucho pedir?
Además, ¡cómo los habían
retratado! En realidad no eran tan tontos, ni tan malos, ni tan patéticos pero,
claro, era lo requerido para realzar el ingenio, la bondad y la grandeza del príncipe
o la princesa de turno. Eran una necesidad comparativa.
Cada viernes, tras sus
respectivas funciones, quedan todos en el café, hacen piña entre ellos y se
interesan los unos por los otros, consolándose mutuamente de sus abandonos y
olvidos. Por supuesto, a los demás
clientes les resulta extraña esa reunión de feos, mediocres, tullidos y
marginados de la que de cuando en cuando se escapan carcajadas de villano y gruñidos
de ogro feroz –únicas risas y voces que tienen-. Y tanto les extraña, que no
dejan de mirar con curiosidad y repulsa preguntándose cuándo, de una vez por
todas, llegará algún apuesto protagonista, un héroe de verdad, dispuesto a
cortar algunas cabezas y a poner fin a tanta fealdad. ¡Las cosas en su sitio,
por favor!
En esas tardes de tertulia, lejos
de sus vidas en la sombra, se sienten bien y se relajan sabiéndose entre
iguales. La madrastra suele pedir la merienda para todos y, como siempre, el leñador de horrible
cicatriz se despacha a gusto con el chocolate mientras la bruja de Hansel
Gretel –¡Já, mira que decir que le gusta comer niños!- hace lo propio con los
churros. También como siempre, Mudito pide su café por señas mientras acaricia a
su mejor amigo, un bello cisne que se sienta a su lado; un bellísimo y
majestuoso cisne que arranca murmullos en el público de la sala, sorprendido de
contemplar tal belleza en tan horrenda compañía.
El ave se deja acariciar, feliz. Está
con los suyos, con quienes quiere estar, entre sus amigos que la aceptan como a
uno más sin dejarse engañar por su aspecto de héroe de cuento; precisamente
ellos han aprendido mejor que nadie, y a base de golpes, que no se debe juzgar
por la apariencia. Quizá su nombre puede resultar engañoso e incierto, pero les
aseguro que su corazón no lo es. Es el Patito feo y lo será para siempre. Un
bonito final de cuento y unas cuantas plumas no pueden cambiar eso.