domingo, 24 de agosto de 2014

RELATO: EL ÁRBOL DE MI VECINO

Cada mañana, mientras desayuno, diviso desde mi terraza el jardín de mi vecino. Es quizá algo más grande que el mío, del que lo separa una valla. Me gusta sobre todo contemplar el enorme árbol del fondo, cuya copa cubre toda la parcela, pues es el alma de ese jardín. Todas las demás flores y plantas crecen disfrutando de su sombra y cobijo, aprovechando su denso ramaje para resguardarse tanto del sofocante sol como de las tormentas, y sus frutos maduros caen sobre la tierra como alimento, proveyendo de abono y comida a los más pequeños y débiles.

No contento con eso, el gran árbol, conocido por su generosidad, es el hogar de todos los pájaros y ardillas de la zona, además de ser el sufridor de los perros y gatos del lugar. Y los traviesos niños del barrio saltan a menudo la verja para jugar trepando por sus ramas, y para columpiarse en la rueda que cuelga de su rama mayor.

El gran árbol se deja. No le importa. Es fuerte y aguanta, y por eso su mera existencia es una bendición para otros seres menos afortunados que moran a su alrededor. 

Ese árbol es digno de toda mi admiración y respeto.

A estas alturas del relato, si son mínimamente afines a lo que escribo, ya habrán encontrado el símil. Es sencillo, casi de niño. Ese árbol nos recuerda a esas personas que están para todo y para todos. Es ese padre, hermano, o amigo fuerte, irreductible, y siempre presente y dispuesto. Es esa presencia, esa garantía de contar siempre con una mano a la que aferrarse, o un bastón en el que apoyarse. Todos, o casi todos, tenemos a alguien. 

Un día uno de mis sobrinos lanzó una pelota con demasiada fuerza, y fue a caer al jardín de mi vecino. Salté la verja para ir a buscarla. La pelota había ido a parar al estrecho hueco que quedaba entre el frondoso árbol y la valla del fondo del jardín. Al agacharme a recogerla, lo que vi me dejó mudo.

El enorme árbol se sostenía a duras penas, apoyado sobre varios palos a modo de puntales. Su aspecto era muy distinto desde aquel lado. Un enjambre de insectos roía su entrañas, y una áspera capa de brotes y musgo cubría su tronco, dándole un aspecto fantasmagórico. El tono grisáceo y semiverdoso de esa parte trasera contrastaba con el vivo y brillante color caoba de su parte frontal.

A mi nariz llegó un desagradable olor a fango fétido. Y al bajar la vista vi que la pestilencia provenía de un charco de limo lechoso, fruto de la corrosión que aquellas alimañas producían en ese generoso ser vivo. 

Aquel día, mi admiración por el árbol del jardín de mi vecino se convirtió en veneración pues conocí su verdad. Ahora se que también esconde sus miserias, y que pasa sus penurias.  He visto de cerca como sufre. Me sobrecoge sobremanera su esfuerzo de cada día, su ánimo en mostrar a todos su mejor cara y su entereza para recibir y dar cobijo a cualquiera que lo necesite. Pero me sobrecoge mucho más su valor para encarar la vida con buen color, sin mostrar a nadie los fantasmas que lo afligen.

Ahora sé que no debe haber muchos árboles como el del patio de mi vecino. Y se que tampoco hay muchas personas como él.

Esos pocos, y no otros, serán los que salven al mundo .


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