viernes, 2 de diciembre de 2016

RELATO: LA FRASE

El “PRIMER CONCURSO DE FRASES CÉLEBRES” atrajo a las mentes más ilustres y privilegiadas de la historia. Salvo los pocos que se excusaron por obligaciones ineludibles, la práctica totalidad de los sabios que la humanidad ha conocido viajaron a través del tiempo y del espacio para defender sus pensamientos y  conocer de tú a tú a sus admirados colegas. Era una gran oportunidad, una ocasión única y nadie quería perdérsela. Hasta allí llegaron los mismísimos Aristóteles y Sócrates,  acompañados de Epicuro y Séneca. De lejos vinieron también Lao Tse, Confucio y Ghandi, y por supuesto no faltaron las mentes más prodigiosas del renacer humanista, que hicieron su entrada en el hotel con Descartes y Galileo a la cabeza. Tampoco dejaron de asistir otros genios más contemporáneos como Ortega y Gasset, Lincoln, Darwin, Einstein o Chaplin, enfrascados todos ellos desde el inicio en una diatriba de altísimo nivel sobre la dignidad y el porqué del hombre. Fueron tantos los próceres y las eminencias que acudieron que sería  imposible nombrarlos a todos, y menos aún en un relato corto como éste. Espero que sepan disculparme.

Una vez se inició el concurso cada uno defendió su frase con sabiduría, haciendo hincapié en lo que había significado su mensaje para la humanidad y en la incustionable influencia que habían tenido unas pocas palabras en la posteridad. Como no podía ser de otra manera, y por ser quienes eran, todos hablaron con profundo respeto hacia los demás, de manera que el encuentro, más que una competición, parecía una tertulia entre amigos, plena de conocimiento, genialidad e ingenio.  

 “Pienso, luego existo”,  “Conócete a ti mismo”, “El hombre es la medida de todas las cosas”, “Solo sé que no sé nada”, “Dios no juega a los dados”, “Una acción vale más que mil palabras”,“El saber no ocupa lugar”, “El hombre es un lobo para el hombre”,  y otras mil frases célebres de mil tiempos y lugares fueron debatidas y analizadas por las mentes más prodigiosas de la historia. Todas y cada una de ellas eran frases enormes, vigentes, humanas, llenas de fuerza y esperanza. Todas verdaderas. Desde luego, cualquiera de ellas hubiera sido una dignísima ganadora, cualquiera.

La durísima selección – ya se pueden imaginar- debía dejar únicamente tres frases para la gran final. Las dos primeras elegidas, entre las antes comentadas, fueron recibidas sin sorpresa, aplaudidas y vitoreadas incluso por otros ilustres favoritos, que reconocían la lucidez de sus contrincantes y el carácter universal de las frases seleccionadas. Pero quedaba por elegir una tercera.

La última de las frases clasificadas para la final resultó ser una incógnita para todos. Por ser de las llamadas “recientes”, ninguno de los participantes la conocía ni la había escuchado jamás. Y era lógico, porque la frase en sí misma no aportaba gran cosa: ningún conocimiento, ningún consejo, ninguna advertencia. Quizá, todo lo más, una velada amenaza. Pudiera ser, desde luego, que hubiera sido pronunciada por mor de un acto valeroso o decisivo, o en un entorno muy crítico y concreto  -algo así como el “La suerte está echada” de Julio César al pasar el Rubicón, o el “No pasarán” republicano ante las tropas de Franco- , pero lo cierto es que nadie de entre los presentes supo ubicar la dichosa frase en ningún momento o lugar importante de la historia, ni mucho menos encontrar una causa o supuesto por el que tales palabras debieran pasar a la posteridad. El caso es que, tras una larga y tensa espera, la votación final hecha por SMS entre el público no dejó espacio para la duda y  “Yo por mi hija mato” ganó por goleada.

Pero de esto hace tanto tiempo que todo se ha convertido en leyenda, en patraña, en un cuento para críos. Se dice que aquellos sabios, los más sabios de la humanidad, tras verse derrotados, volvieron cabizbajos y en silencio, cada uno a su  tiempo y  lugar. Se dice tambien que desde entonces siguen intentando descifrar el mensaje, el significado espiritual y profundo de aquella frase que los venció a todos, y que no se atreven a dejarse ver, avergonzados por su ineptidud de perdedores. 

Debe ser por eso que, desde entonces, al igual que la cultura, ya no acuden a los concursos ni a las tertulias. Seguramente por miedo a parecer ignorantes.