miércoles, 27 de agosto de 2014

RELATO:LA MUJER INCOMPLETA

Sentí como temblaba cuando empecé a desnudarla despacio. La noté nerviosa, quizá demasiado para esas alturas de la historia. Sin llegar a resistirse, Carlota tampoco facilitaba mis afanes por desvestirla, respiraba agitadamente y se cubría el torso con los brazos, impidiéndome no ya solo tocar su cuerpo, sino incluso que pudiera poner mis ojos sobre él. La tomé por las muñecas y con un movimiento brusco y autoritario abrí sus brazos. Y entonces lo entendí todo.
Entendí por qué tanta demora en llegar a aquel momento a pesar de los indudables sentimientos, por qué tantas excusas a pesar de tanto deseo, por qué tanto titubeo a pesar de las ganas. Ella se sentía incompleta.
La brutal cicatriz atravesaba su cuerpo en diagonal, desde el hombro a la cintura, cual grotesca banda de dama de honor. El rosado surco de carne literalmente dividía su torso en dos mitades, como una falla sísmica, cercenando su seno derecho y luego ensanchándose para serpentear en leves eses por el estómago. Finalmente se perdía por debajo del pantalón, haciendo imposible conocer el tamaño real de la herida.
Una vez Carlota se vio totalmente expuesta a mi vista quedó inmóvil, impasible, escrutando atentamente mi rostro. Luché contra mi sorpresa para no mostrar emoción alguna y, mirándola a los ojos, puse mi mano sobre su seno deshecho y, bajando con suavidad por el grueso trazo, atraje su cuerpo hacia mí.
Ella sonrió. Y empezó todo.
Nunca fui tan feliz como en mis años con Carlota. Me cautivaba que, a pesar de su indudable belleza, se mostrará tan tímida y sencilla; que siempre quisiera pasar desapercibida, que siempre quisiera parecer "poquita cosa". Por esas incomprensibles cosas del ser humano, su marca la hacía insegura y frágil. Se creía diferente. Como el primer día, siempre se pensó incompleta.
Pero no lo era para mí. Cada noche el sueño me atrapaba con el brazo sobre su cicatriz, sintiendo su tacto áspero o suave, según sobre qué parte cayera mi mano; y en las frías noches me apretaba contra ella buscando el constante calor que surgía a su través, casi sin piel de por medio.
Me cautivaba ver, en las holgazanas mañanas de domingo, el brillo que reflejaba la zona lisa de su herida, cuando la luz de sol la golpeaba al atravesar las cortinas medio abiertas de la alcoba. Parecía una Diosa. Y me parecía vivir en un cuento de hadas al ver los destellos que surgían en las noches de luna llena, cuando un rayo se aventuraba a besar el mágico surco.
Ya era mi cicatriz.
No podría asegurar cual fue el motivo del final. Solo sé que, un buen día, como pasa a otros muchos, todo de lo que siempre nos habíamos considerado a salvo, entró de golpe por la ventana. La dejadez, la rutina, el hastío. Quizá, con el tiempo, ella pensó que podía aspirar a algo más que a un pobre escritor desconocido de provincias. O quizá fuera esta paranoia que ahora escribo la culpable de todo. No lo sé. Imposible saberlo. Solo sé que se acabó.
Ahora la echo de menos. Sí, mi recuerdo de Carlota es constante. En cada despertar junto a otra mujer me descubro palpando ese torso nuevo, añorando la imborrable sensación de aquella cicatriz sobre el pecho. Busco aquel reconfortante calor casi sin piel, que no me llega. Y siempre – llámenme loco- , abro las ventanas de par en par,mientras mi acompañante duerme, albergando la esperanza, siempre sin fortuna, de que el reflejo de sol me regale un nuevo brillo que ciegue mis ojos.
Nunca seré el mismo sin Carlota. Yo llevo ahora su cicatriz. Porque para mí, sin ella, todas las demás son mujeres incompletas

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