Fue
una tarde de domingo cualquiera, después de muchos años, cuando uno de ellos
preguntó al otro su edad. La pregunta llegó sencilla, escueta, sin ánimo de
nada, casi sin ambición de saber. Y créanme que no sabría decirles si se oyó
alguna respuesta o, si la hubo, cuál fue, pues el descanso de la película que
veían juntos llegó a su fin y el tema quedó aparcado en el olvido, seguramente
por intrascendente.
Varios
años más tarde, en otra tarde de domingo, fue el otro el que reparó, casi sin
darse cuenta, mientras tendía la ropa en la terraza, en que ambos tenían
distinto color de piel. Muy distinto. Como la noche y el día. Sonriendo se
encogió de hombros para sí y siguió con su colada, y luego con la plancha y más
tarde con los baños. Finalmente se enfrascó en la lista de la compra, asunto
mucho más vital que acabó por arrastrar para siempre lejos de su memoria aquel
fugaz dilema de los colores.
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