La pareja que ocupaba aquel banco
del parque apenas si se dirigía la palabra. Él ojeaba su periódico y ella leía
un pequeño libro de bolsillo, mientras mantenían un silencio solo interrumpido
por inaudibles monosílabos y leves movimientos de cabeza. Sin duda un dialecto
propio y secreto, labrado y pulido entre ellos a base de años y paciencia.
Él, enchaquetado, parecía ser uno
de esos caballeros secos y estirados del siglo pasado, de los que morirían antes
que pronunciar un vergonzoso “mi amor” o un cursi “te quiero”. Ella, bajita y
no muy agraciada, arrastraba el aura de chica insulsa y aburrida que persigue
de por vida a las niñas educadas en exceso en las buenas maneras. Y juntos formaban
una de esas parejas insípidas, casi invisibles, de las que nunca molestan pero por
las que nadie pregunta ni a las que nadie echa de menos.
Como si un recuerdo le hubiera
abofeteado de repente, en el rostro de él asomó una mueca de ansiedad.
--¿Te habrás tomado ya tu
medicina, verdad? -dijo a su mujer.
Ella se giró hacia él y le quitó
las gafas con cuidado.
-¡Cada día lo mismo! ¡pero mira
que llevas sucias las gafas! ¡Que sí pesado, la tomé antes de salir! –contestó
ella mientras le limpiaba los cristales con el pañuelo.
Al cabo de un buen rato, ya de
vuelta a sus respectivas lecturas, la pequeña mujer sacó de su bolso un
pastillero y sin mediar palabra lo mantuvo abierto hasta que él tomó una
cápsula roja. Ella lo miró de reojo antes de volver a su libro, como quien
vigila a un niño, hasta estar bien segura de que se había tragado la amarga
pastilla.
No hubo mucho más. La tarde
transcurrió tranquilamente, sin apasionados besos ni estridentes risas, sin
promesas de amor eterno ni corazones grabados en los árboles, sin sonoros “te quiero”
ni aparatosos poemas. Sin verdes valles. Sin mares profundos.
Aquel día, como en otras muchas ocasiones,
el amor se había disfrazado para pasear por el parque y disfrutar del sol y la
brisa sin ser reconocido ni ser molestado. Feliz y desapercibido, como a él en
realidad le gusta.
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