Garubi vio como caían a sus
pies, como dos lágrimas verdes, las dos últimas hojas del baobab y cómo, al
mirar hacia arriba, una tromba de pétalos le cubría por completo. No tuvo duda;
aquel ser imponente, fuerte e inmóvil, le proponía una amistad.
Esa misma tarde Garubi levantó
una cabaña junto al Baobab y desde entonces vivieron para cuidarse mutuamente. Sin
respeto por las estaciones, la mera compañía de Garubi parecía mantener al
árbol siempre florecido, mientras que alimentándose tan sólo de los frutos de
su amigo a Garubi nunca se le conoció mal o enfermedad alguna.
Con el tiempo el viejo y su
árbol se convirtieron en una de las curiosidades de la aldea, y de lejos venían
a ver cómo aquel anciano era obedecido por el enorme baobab, del que caía una
hoja cuando Garubi chascaba los dedos, o del que se desprendía un fruto si lo señalaba
con su mano.
-¿Qué magia tribal es esta? -preguntaban
los curiosos.
- Pruebas de amistad nada más –les
respondía Garubi.
Lo cierto es que el baobab que
está hoy en el centro de la aldea, con una cruz a sus pies, es un árbol seco y
triste, del que dicen que no volvió a dar hojas ni frutos desde que enterraron
al anciano Garubi bajo sus raíces.
Al despuntar el alba los
viejos se acercan a descansar a la sombra del encorvado árbol con gran respeto,
pues solo ellos saben a quién pertenece el rostro que dibuja la sombra del
baobab en el suelo, con los primeros rayos de la mañana.
(Relato seleccionado por Casa Africa en "PuroRelato I" para su edición digital)
No hay comentarios:
Publicar un comentario