martes, 12 de enero de 2016

RELATO: RAÚL

Me es difícil recordar cómo y cuándo se formó aquel grupo de amigos. Fue uno de esos pocos momentos de la vida en que notas cómo se alinean las estrellas, te sientes inusualmente cómodo y asistes al siempre feliz nacimiento de nuevas complicidades.

Aún así, a pesar del flechazo, todos los allí presentes éramos conscientes de la temporalidad del asunto: Seríamos otro de esos grupos bien avenidos pero con fecha de caducidad, de los que nacen y crecen a partir de unas circunstancias concretas, para morir el mismo día en que esas circunstancias desaparecen.

Desde el primer momento, como en todo grupo que se precie, se hizo el reparto de papeles: el simpático, el profundo, el listillo…. y a Raúl le tocó el más ingrato: ser el blanco de las bromas, el pringado, el prescindible. Un papel difícil lo crean o no, y sólo interpretable por buenas personas.

Raúl siempre aceptó nuestras pesadas bromas con buenas palabras, pasando por alto nuestros constantes desplantes y feos. Con su exquisita paciencia y su eterna sonrisa encajaba los golpes como un saco de boxeo, sin jamás devolver uno, y reconozco que yo, en aquella mi lejana y joven ignorancia, era uno más en el cruel juego de hacer de él continua diana de chistes y chascarrillos. Siempre creí que para reafirmar nuestra amistad le bastaba con esos pocos momentos privados, a solas con cada uno de nosotros, en los que la falta de público nos hacía algo más humanos.

Un buen día Raúl dejó de coger el teléfono, de responder a nuestros mensajes y de dejarse ver por el bar. Por terceros conocidos sabíamos que nada extraño le había ocurrido, que seguía en el barrio csu rutina de siempre, y que no se había casado ni mudado a otro planeta. Aunque nos costó entenderlo al principio, al final acabamos por asumir que Raul había decidido que nosotros no debíamos estar en su vida. Así de simple. Y si antes dije que no sabía cómo y cuándo había nacido aquel grupo de amigos, lo que sí sé es que en ese mismo día murió.
Ya el simpático no contaba con una víctima propiciatoria para sus chistes, el listillo ya no tenía un tonto con quien medirse y a quien humillar, y al profundo le faltaba un alma cándida que simulara asombro y admiración ante sus pomposas frases tipo “Coelho”. Todo papel precisa de un alter ego y Raúl nos lo daba a todos, sin él estábamos perdidos y el grupo, sin un blanco común, no tardó en disolverse.

El tiempo pasó, y la vida nos hizo dar mil vueltas de campana.

El día que me topé con Raúl, después de varios años, me afloró cierto sentimiento de culpabilidad. Nos sentamos a tomar un café y nos contamos. Y aprendí como nunca. Oyendo a Raúl me di cuenta de que la soledad y la marginación, los mejores maestros, habían moldeado a un hombre grande, enorme e infinito, con una visión del mundo y del alma humana amplia y diversa, totalmente inalcanzable para mí. En el relato de sus mil vivencias y de su exitosa vida ni por un instante vino a recordar nuestras crueldades de aquellos tiempos, ni asomó a sus ojos signo alguno de rencor. Solo vi en ellos la alegría del reencuentro con un viejo amigo y la misma sonrisa bonachona que nos mostraba en los viejos tiempos.

Cuando me contó que dedicaba parte de su tiempo a grupos de jóvenes marginados para enseñar su experiencia imaginé mi papel en aquellas charlas. Me sentí lleno de vergüenza y mis ojos se humedecieron. Raul me sonrió entendiéndolo al instante y, como quien consuela a un niño pequeño, me abrazó y me susurró al oído su última lección: “No sientas vergüenza, amigo. Gracias a ti soy fuerte”.

Por curiosidad he asistido – y lo sigo haciendo-  a algunas de sus charlas. Para seguir aprendiendo.

1 comentario: