Nadie quería hacerse cargo. Todos
se buscaban un pretexto, o una excusa. Y era comprensible. Incluso las personas
de mi máxima consideración, algunos de ellos casi héroes con años de lucha y
sacrificio en las causas más perdidas, pasaban de largo y aceleraban el paso
escurriendo el bulto al verlo. Porque aquel caso era duro, durísimo, exigía demasiado:
demasiada entrega, demasiada compasión, demasiada solidaridad…demasiado de todo.
En mi infinita ignorancia mi
corazón me decía que, tarde o temprano, algún alma grande y caritativa acabaría
por prestarse a tan enorme tarea. Que aquel ser, víctima de tan horrible minusvalía,
no terminaría sus días solo y olvidado y que, sin duda, el gran hacedor mostraría
su piedad enviándole a alguien -más santo que persona-, que lo atendiera y
cuidara.
Aun sabiendo que yo no tenía por
qué hacerme responsable, me avergonzaba mi falta de solidaridad. Mi conciencia
me flagelaba día y noche llamándome cobarde y arrastrándome a una constante
lucha contra mi sentimiento de culpabilidad. Pero era demasiado para mí. Mi
cuerpo y mi mente no lo resistirían.
Aún recuerdo mi último intento por
parecer un ser compasivo. Tras acercarme a él, apenas si aguanté unos minutos
antes de que en mi cara se dibujara una mueca de asco. Al instante giré mi
silla de ruedas y me alejé de su lado. Sí, lo reconozco, admito que dejé allí
solo y a su suerte a aquel ser ególatra, egoísta y despreciable que no dejaba
de hablar de sí mismo. ¡Dios mío, que terrible tara!
¿Algún voluntario? Yo me rindo, aunque tenga que vivir con ello.
No hay comentarios:
Publicar un comentario