Una gota le baja por el entrecejo,
resbala por su nariz y se balancea un segundo en el borde hasta que , arrastrada
por otra que la persigue, se despeña al vacío. Luego, como si esas primeras
hubieran abierto el camino, otras muchas gotas las siguen cayendo a chorro por
la frente. Hasta que Juanillo se seca el sudor con el antebrazo.
El niño, casi sin aliento, se gira
hacia el sol que lo golpea implacable e inmisericorde sin darle un minuto de
descanso. Su piel y su rostro, ya
resecos, no encuentran donde esconderse; no hay cobijo posible, ni sombras, ni
árboles. Ante él solo un horizonte plano e inmóvil.
Juanillo mira de nuevo al cielo.
El sol sigue ahí, despiadado e inevitable.
Es el mismo sol bajo el que
vivieron y se mataron a trabajar sus abuelos. Sus abuelos. Niños y niñas hechos
hombres y mujeres a la fuerza. Niños y niñas sin juegos, sin risas. Sin niñez.
Niños yunteros.
A fuerza de
golpes, fuerte,
y a fuerza de sol, bruñido,
con una ambición de muerte
despedaza un pan reñido.
(Miguel
Hernández)y a fuerza de sol, bruñido,
con una ambición de muerte
despedaza un pan reñido.
Juanillo se pone en pie. Ya no
aguanta el calor.
Y cuando por fin recibe el
ansiado permiso de los mayores, corre hasta la orilla y se zambulle en las
frías aguas del Atlántico. Y Chapotea y juega con las olas, riendo y jugando con
otros niños.
¡Vaya día de playa!
Sus muy ancianos abuelos,
enfundados en sus antiguos bañadores negros de siempre y cubiertos con sus
sempiternos sombreros de paja le devuelven el saludo desde la arena. Juanillo
nunca sabrá que para ellos, él es su premio. Lo pasado no importa: su nieto no
es un yuntero.
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