Aquella enorme criatura lo aplastaba
todo a su paso. Su posición en lo alto
de pirámide, sin nadie por encima a quien temer, le permitía arrasar y tomar lo
que se le antojara sin que nada ni nadie se atreviera a toserle.
El inmisericorde orden de las cosas, el de unos arriba y otros abajo, le había colocado en la cúspide otorgándole derecho de pernada con todas las hembras a su alcance y obligando a otros seres menores, de existencias insignificantes, a sacrificar sus miserables vidas por la suya.
El inmisericorde orden de las cosas, el de unos arriba y otros abajo, le había colocado en la cúspide otorgándole derecho de pernada con todas las hembras a su alcance y obligando a otros seres menores, de existencias insignificantes, a sacrificar sus miserables vidas por la suya.
Cada mañana ese Rex afinaba sus
sentidos en busca de presas, olisqueando aquí y allá por todo su territorio. Ante
su inesperada presencia sólo quedaba cerrar
los ojos, guardar silencio sin mover ni un músculo, e intentar mimetizarse con el
paisaje para que eligiera a otro pobre desgraciado como plato principal de su
festín. Y sobrevivir. Al menos por otro día.
Efectivamente, D. Mauricio pasaba
las mañanas en su oficina devorando empleados a los que apresaba y exprimía con
el exiguo cebo de unas pocas monedas. Se
paseaba a sus anchas por los pasillos de la empresa sabiéndose el único
depredador de su jungla particular, en la que solo se daba entrada a niñas
bonitas sin cualificación ni opciones, y a hipotecados e indefensos padres de
familia. Gente “encadenable” de por vida.
Sí, D. Mauricio era el auténtico
Rex. Despiadado, sin escrúpulos, sin conciencia y feliz
con el temor que provocaba.
Y aún hay quien dice que se extinguieron.
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