martes, 24 de marzo de 2015

RELATO: PÁSALO

Yacía sobre una cama en un olvidado rincón del hospital. Sin visitas, ni llamadas, ni nadie que preguntara por él, el anciano languidecía absolutamente solo. Quizá no tuviera familia, ni amigos; aunque en realidad, para el poco tiempo que le quedaba, quizá ya no le importara. Pero lo cierto es que, aun en su estado, sus ojos y su cara no daban lástima ni arrancaban ese sentimiento de pena tan normal y humano en estos casos. Al contrario, su rostro tranquilo y sonriente transmitía paz, mucha paz. Paz interior.
Yo, aunque asignado a otra planta del hospital, pasaba algunas horas junto a él leyendo y hablándole. Y he de reconocer que los ratos junto a aquella cama me fueron abriendo a una nueva visión de las cosas y que poco a poco, entre lecturas y escuetas charlas, todo se me fue haciendo relativo. Y así, las cosas que antes tenía por terribles me parecían ahora circunstanciales, y los pensamientos que antes tenía por oscuros llevaban ahora un trasfondo de claridad. Aquel anciano, con sus breves comentarios y sutiles miradas, me enseñaba a ver el mundo con otros ojos, bajo otra perspectiva.
 
El día que me llamaron desde su planta supe que había llegado el momento. Subí corriendo, saltando los escalones de dos en dos, esperando no llegar demasiado tarde. A su seña puse mi oreja a la altura de su boca para escuchar sus últimas palabras. Supuse que me pediría algún favor, o que me daría algún mensaje o que quizá quisiera pedir perdón. Pero al oír lo que me dijo abrí los ojos de par en par. Sus palabras, dichas en un momento tan crucial, lo resumían todo, sin filosofías, sin credos, sin trucos. Y expiró.
Fue un inmenso regalo. Era tan solo la verdad, pero en un momento en que no me quedaba otra opción que creerla: a las puertas de la muerte. Una verdad tan fuerte y contundente que, gracias a ella, el anciano había sido capaz de transformar en paz todo mi dolor por su muerte. Una verdad tan invencible que bastaría su compañía para sobrevivir a la más absoluta soledad. Una verdad tan elocuente que a través de ella podrías hablarle de tú a tú a la mismísima muerte.
Hoy, pasados los años y tendido yo en mi último lecho, mi nieta agacha su cabecita para besarme y yo le susurro al oído aquellas viejas y eternas palabras que, aunque aparentemente sencillas y simples, cobran en este instante una dimensión desconocida, encienden una la luz y dan una esperanza. Mi pequeña abre los ojos de par en par, como hice yo en su día y, ya sin lágrimas en los ojos, me sonríe.
 
-Tienes razón abuelo, ”La vida es increíble”.

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