jueves, 3 de septiembre de 2015

RELATO: MI EXTRAÑO

Lo vi en una película antigua, hace tiempo ya. Era de un tal Pitcok, o Chikcot o Hitchcock …si, eso Hitchcock. Trataba de dos extraños, dos perfectos desconocidos que, entablando conversación en un tren y lamentándose por los insufribles infiernos de sus respectivas vidas, acordaban eliminar cada uno a la pareja del otro, y así liberarse mutuamente de sus calvarios sin ser descubiertos. Recuerdo que luego la historia se perdía en detalles, amoríos, celos y esos giros complicados propios de Hollywood y que, tras una pirueta del guión, se llegaba al clásico desenlace feliz con el esperado beso final de las estrellas protagonistas, guapísimos los dos. Obviamente, todo tan lejos de la realidad como La Tierra lo está de Júpiter, o como mi día a día lo está de los mundos de Yuppy.
 

Pero aquel guión quedó fijo en mi mente durante mucho tiempo, pues la idea me parecía tan brillante en si misma, tan genial en su sencillez, que poco a poco fue haciéndose fuerte en mí, llegando a obsesionarme. Pasé muchas noches de insomnio buscando, sin encontrarlo, el error, la brecha o el fallo que pudieran dar al traste con un plan tan simple como aquel: Un mero intercambio de víctimas. Al final, llegué a la conclusión de que aunque el crimen perfecto no existe, si alguno se le acerca debía ser aquel.

Cada mañana en el tren me distraía escrutando los rostros de los demás pasajeros para adivinar, tras mirarlos fijamente, cual de todos ellos podría ser mi cómplice salvador. Incluso inicié cortas conversaciones, jugando a conocer la situación sentimental de mis interlocutores, aunque sin ir nunca más allá.
Es curioso lo liberador que le resulta a la gente el intimar un rato con un desconocido, con alguien a quien no esperas ver nunca más, y no me creerían si les contara la cantidad de posibles candidatos que me surgieron. En realidad creo que, con mayor o menor convicción, prácticamente todos los hombres con los que intercambié unas palabras se habrían prestado sin dudarlo al plan de eliminar a sus parejas, muchos incluso aún a riesgo de ser encarcelados de por vida (¿qué diferencia hay? –me preguntó alguno). Si yo les contara…
Esa tarde, el hombre que se sentaba junto a mí en el tren me preguntó la hora. Me fijé en él. Era un hombre con pelo cano, de mediana edad. Su cara denotaba cansancio, no ese cansancio de falta de sueño mañanero o mucho trabajo, sino más bien ese cansancio crónico y permanente, que te mete veinte años encima y te encorva la espalda como si llevaras un peso enorme sobre los hombros. Vi sus ojos perdidos y sin esperanza, muertos en la rutina diaria del tren y, seguramente, en la de su casa, en la de la hipoteca, en la del trabajo... era perfecto, así que decidí arriesgarme. Sería él.
Su mirada fue adquiriendo brillo a medida me escuchaba y apenas si tuve que convencerlo. Lo cierto es que su historia sí que era un infierno. No hablamos más de cinco o seis minutos, lo justo para dar tres pinceladas al “proyecto” e intercambiarnos los nombres y las direcciones de las víctimas: su mujer y la mía. Sin papeles, todo de memoria.
El tren llegó al final del trayecto, ya era de noche y tomamos direcciones opuestas al bajar en la estación. Fue entonces cuando empecé a ser consciente de lo sucedido. Lo había hecho, había llegado al final del juego. ¡Un hombre desconocido iba a matar a mi mujer! Me detuve cuando esa frase resonó en mi cabeza y la repetí en voz baja para mis adentros : ¡Un hombre desconocido va a matar a mi mujer! Entonces volví en mí. ¿Qué estaba haciendo? Aquello ya no era un juego. ¡Por Dios! ¿Qué estaba haciendo? Las dudas y el miedo se apoderaron de mí en un instante. Una cosa era planear y jugar a los asesinatos en tu mente y otra muy distinta cosa era jugar a ejecutarlos. El cuerpo se me llenó de adrenalina y mis latidos se podían oir a varias manzanas de distancia. Quería deshacer todo aquello, pero ¿cómo? ¿cómo? No conocía el nombre de mi cómplice, tan solo su dirección, que posiblemente fuera la de la persona a la que yo debía matar. ¡Qué locura!
Al girar la esquina, respiré tranquilo. Todavía estábamos cerca de la estación y divisé su silueta al final de la calle. Corrí hacia él. Quería decirle que todo había sido un malentendido, un juego de rol que se me había ido de las manos, una pesadilla, una tontería sin sentido. Él me miró sorprendido al verme, puesto que según lo acordado no debíamos vernos nunca más, pero al llegar junto a él no pude evitar abrazarlo, aliviado por haberlo encontrado y feliz por mi regreso a la cordura. Y de repente sentí algo.
Puse mis manos frente a mis ojos y las vi llenas de sangre, y al bajar la vista vi un cuchillo hundido en mi estómago hasta la empuñadura. No sé si sentí más sorpresa o dolor. Miré a mi cómplice con extrañeza y él, sin que yo le hiciera la obvia pregunta, me respondió.
-Lo siento amigo, yo soy el extraño que eligió su mujer. Ella también vio la película.

No hay comentarios:

Publicar un comentario