YÁBADA nunca nació y, por tanto, nunca
morirá. Él, o ella, o lo que sea que es no vive en nuestra concepción del
tiempo, incluso siquiera en la de nuestro mismo espacio. Simplemente existe, ES.
Desde siempre y para siempre. Pero a pesar de ser un algo atemporal, adimensional
e intangible, YÁBADA es para nosotros totalmente
reconocible. De hecho, aún sin haberlo visto nunca, no le hemos puesto un único
nombre, sino muchos.
Es la musa, es la poesía, la
inspiración, la alegría. Es la gracia, la ironía, el sentido. Es lo bello, es
lo bueno y lo hermoso. Es la locura, es la diferencia.
Por eso a YÁBADA sólo pueden verlo
aquellos que se atreven a mirar por encima de las más altas nubes, o a
adentrarse en lo más profundo de la más densa niebla, o a perderse en el centro
de la más espesa bruma. Porque allí habita YÁBADA, en todos esos lugares en los
que no podemos ver con los ojos, sino con la intuición.
Pero siendo yo consciente de esa irrealidad
de YÁBADA, mi condición de animal racional me exige una explicación, alguna
prueba, algo tangible que me obligue a creer que existe y que está, ya que su
existencia no se acomoda a mis normas terrenales ni a la certeza de mis
sentidos. Por eso mi cabeza se empeña buscarle una génesis, un principio y un
porqué. Entonces me convenzo a mí mismo de que un ser como YÁBADA solo puede
haber surgido de las manos de un artista. Quizá se formó a partir de una
esquirla arrancada por el cincel de un escultor; o se escapó como nota perdida
de un pentagrama, o surgió espontáneo de las pinceladas de algún pintor loco.
Quizá, en su principio, fuera tan solo una minúscula mancha de tinta, derramada
del tintero de un escritor.
De entre las mil apariencias que puede
tomar, la preferida de YÁBADA es la de espiral. Sin principio ni fin. Con esa
figura singular YÁBADA puede retorcerse y mezclarse, puede girar sobre sí mismo
y puede coquetear con el viento. Además, esa apariencia de onda inacabable le
permite disfrazarse de serpentina, de cinta de fiesta, y así colarse en todos
los saraos. Nunca se conoció un espíritu más vividor que el viejo YÁBADA. De
esa guisa arremolinada le gusta atravesar las nubes y sobrevolar valles y ríos,
mojarse con la lluvia y sentir el cosquilleo de los árboles en su panza. Y,
sobre todo, ver de cerca a los hombres, sin ser visto.
Porque YÁBADA, a pesar de su
eternidad, tiene alma de niño. Y juega. Disfruta cometiendo su travesura favorita,
la de acercarse a un ser humano sigilosamente por detrás y tocarle en el hombro
el mismo momento de nacer, para desaparecer luego rápidamente. Y es así como YÁBADA
otorga un privilegio, o un talento, o una magia. O un don. Ya sea un don de
genio -como el de Picasso o el de Cervantes o el de Da Vinci-, o un don de vida
o un don de amor.
El primero de nuestros relatos es el de
una de esas pocas personas tocadas por YÁBADA al nacer. Su nombre es María. Y
esta es la historia de su don.
María nació, sin duda, con un don
especial y único y sus padres, no queriendo tirar por la borda tal regalo del
destino, hicieron que dedicara los primeros años de su niñez a desarrollar los
extraños poderes que le habían sido concedidos.
La ayudaron, por ejemplo, a
perfeccionar ese valiosísimo sexto sentido que le permitía conocer, con una
simple mirada, el estado anímico de cualquier persona, adivinando al instante
si estaba triste o alegre, eufórica o deprimida, o si ansiaba compañía o
buscaba soledad. También la animaron a ahondar en su increíble sentido
espiritual, ese que le hacía sentir la presencia de los que ella llamaba sus
“amigos sin cuerpo”, con los que pasaba horas charlando sobre asuntos de una
dimensión paralela. Dones los de María solo presentes, tal y como había
consultado su padre, en unos pocos elegidos.
Pero el don más envidiable que YÁBADA
otorgó a María fue, sin duda, el de saber regalar, alegre y generosamente, algo
a lo que nadie más estaba dispuesto a renunciar, ni siquiera un poquito. María,
sin necesidad de pedírselo, te daba su tiempo, el bien más preciado y escaso de
todo ser humano. Y, con él, te ofrecía su paciencia infinita.
María era capaz de sentarse a tu lado
días y días hasta estar segura de que se pasara tu tristeza, aún sin entender
del todo los porqués, los cómos y los cuándos. No había duda, YÁBADA, aquel
espíritu loco y juguetón, había tocado a María, y le había regalado el más precioso
don. ¡Vaya! ¿Leí don? Perdonen, creo que
me dejé atrás una letra…no es DON, es DOWN. Bueno… don, down… ¿dónde
está la diferencia?
También encontré la mano de YÁBADA en los personajes de otra historia. J y P, a quienes otorgó el don del amor sin miedo, con
mayúsculas, valiente y verdadero. YÁBADA les dio el privilegio
de saber quererse pese a todo, y de ser inmunes
a toda la imbecilidad intrascendente.
Esta es su historia.
Fue una tarde de Domingo cualquiera, después de
muchos años, cuando J preguntó a P por su edad. La pregunta llegó sencilla,
escueta, sin ánimo de nada, casi sin ambición de saber. Y créanme que no sabría
decirles si se oyó alguna respuesta o, si la hubo, cual fue, pues el descanso
de la película que veían juntos llegó a su fin y el tema quedó aparcado en el
olvido, seguramente por intrascendente.
Varios años más tarde, en otra tarde de domingo,
fue P el que reparó casi sin darse cuenta, mientras tendía la ropa en la
terraza, en que ambos tenían distinto color de piel. Muy distinto. Como la
noche y el día. Sonriendo se encogió de hombros para sí y siguió con su colada,
y luego con la plancha y finalmente con la lista de la compra, asunto mucho más
vital que acabó por arrastrar lejos de su memoria aquel fugaz dilema de los
colores.
Ya en la vejez J y P porfiaban, como cualquier pareja que
llega junta a la senilidad, sobre los temas más absurdos e irrelevantes, y a
menudo discutían sobre sus sexos, pues era cierto que en los años de plenitud
nunca se habían preocupado en saber si uno era hombre y el otro mujer, o
viceversa, o si los dos eran lo mismo. Lo cierto es que, al igual que con la
edad y el color, aquella vida llena de dicha y felicidad había transcurrido tan
rápido, se les había hecho tan corta, que ni J ni P sintieron nunca la
necesidad de preguntárselo. Seguramente por intrascendente.
En fin, para terminar les contaré que
a pesar de todo, a pesar de toda la magia que desprende, YÁBADA no es perfecto. Tiene una debilidad. Es
presumido, y mucho. Tanto, que un día pidió a un hombre que lo retratara para
la posteridad.
Y así fue como YÁBADA, por primera y
única vez, fue retratado por un mortal. En su retrato, como pueden comprobar, aparece contento, feliz, girando sobre sí
mismo, coqueteando con el viento y vagando sin rumbo sobre un mar de nubes. Y tan
real es esa imagen, que YÁBADA incluso parecía susurrar la palabra mágica que un
día nos legó y que, al igual que María y J y P, lanzan siempre al viento todos
los locos felices del mundo: ¡YABADA…BADÚ!
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