El juicio contra el último bosque fue sumarísimo, como sucediera también en otras
causas contra los ríos o el viento. Una mera pantomima, una farsa, un teatrillo
con una puesta en escena tan patética e inocente que hasta un niño hubiera
descubierto el montaje.
Los poderes efectivos quisieron
aprovechar la coyuntura y movieron cielo y tierra para terminar de una vez por
todas con aquel maldito problema del bosque. Presentaron pruebas falsas,
pagaron a testigos para que cometieran perjurio y compraron a jueces y
fiscales. Pero a pesar de tanto
esfuerzo, gracias a Dios, la pena de muerte quedó en suspenso y al último
bosque se le permitió conservar la vida. No por un acto de piedad o por el mero
sentido de la decencia, no. La pena de muerte fue conmutada a cadena perpetua tan
solo porque se consideró mediáticamente inoportuna. ¡Ejecutar al último bosque!
No era el momento. Además, perdonarle la vida a pesar de sus crímenes se vería
como un acto magnánimo y generoso. Un gesto de gran impacto de cara a los
votantes.
Dando curso a la inapelable sentencia,
el último bosque fue confinado en varios centros penitenciarios en los que, falto
de luz y de aire, fue encogiéndose poco a poco, perdiendo su frondosidad y sus
olores. Conforme menguaba, los riachuelos que lo cruzaban se fueron secando. Sus
senderos y escondites fueron desapareciendo, y sus secretos y oscuros rincones fueron
olvidados por las parejas de enamorados. El sol tuvo que renunciar a amanecer
por entre las ramas de sus árboles y la neblina de la mañana, falta ya de musgo
húmedo con el que enredar, tuvo que partir en búsqueda de otros compañeros de
juego. Cuando su aterciopelado color verde se tornó en un amarillento uniforme
y áspero, el último bosque se dio cuenta de que ya sólo era madera. Apenas si
le quedaban algunas raíces y su tamaño había quedado reducido al de unas pocas celdas
contiguas. Pero seguía vivo.
Luchando contra la soledad, el último
bosque dedicaba su triste existencia a soñar, a recordar con nostalgia aquellos
tiempos en los que el hombre aún no había llegado y en los que convivía en paz
con otros seres, en respeto mutuo y en armonía.
No obstante, en aquellos primeros
años de cautiverio, en los que aún quedaban algunos hombres con visión, se registraron
varios intentos de fuga. Intentos que siempre fracasaron por estar siempre urdidos
con más utopía y nostalgia que con un mínimo de sentido común.
Unas cuantas generaciones pasaron y
aquel incómodo asunto del último bosque cayó en el olvido. La cárcel que lo guardaba,
dejada a su suerte, acabó por convertirse en una ruina del pasado y el último
bosque se marchitó allí un poco más en el abandono. En los colegios, a los
niños ya se les hablaba de los árboles como seres desaparecidos, extintos, y en
los murales y dibujos que colgaban en las paredes de las aulas se les ubicaba
junto a los mamuts y los dinosaurios. Y la palabra bosque, de no usarla, perdió
su significado.
Tuvieron que pasar cien generaciones más.
O mil, no recuerdo. Y fue entonces, cuando el último bosque había menguado ya tanto
que de él solo quedaban unos pocos troncos, cuando apareció una posibilidad real.
Unos niños, jugando en la vieja cárcel abandonada, encontraron unos pocos
troncos con los que jugar, y una vez se cansaron de ellos los arrojaron allá
donde quedaran, como hacen todos los niños.
Y el último bosque quedó así tumbado a
la luz del día, recibiendo calor, respirando aire, sintiendo el viento y el
contacto fresco y húmedo de la tierra. El último bosque, o más bien lo poco que
quedaba de él, era de nuevo, por fin, libre. Aquel momento, el de su mayor
felicidad, fue también el único en el que envidió a los seres humanos, porque ellos
sí podían expresar sus emociones, porque ellos sí podían derramar lágrimas de
alegría. Ahora debía apresurarse y encontrar un escondite, un sitio seguro en
el que pasar desapercibido hasta que llegara su momento. No sería fácil.
Necesitaba un lugar en el que su presencia, su inesperada existencia, no
llamara la atención y en el que pudiera reposar pacientemente hasta que
llegaran tiempos mejores. Y lo encontró.
Desde su pedestal en un conocido centro
de arte, disfrazado de obra singular, nuestro último bosque nos observa con
condescendencia. Nadie sabe que en su centro guarda una semilla, pequeña e
insignificante, pero con vida y fuerza suficiente para empezar de nuevo. Una
semilla que es una esperanza, quizá la última, con la que colorear y devolver
su maravilloso manto verde a este viejo planeta, cada vez más gris.
Allí, visitado y fotografiado por visitantes
y curiosos, aguarda tranquilo y paciente. Para él, todo este episodio no ha
durado más de lo que dura un suspiro en una mañana lluviosa, pues su calendario
no se deshoja en días, ni en meses, ni en años, sino en eras y milenios. Ahora nuestro
último bosque espera escondido, enjaulado, pero libre. Sin prisas y seguro de
su victoria. Porque él sabe que el tiempo está de su lado. Nunca del nuestro.
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