lunes, 26 de enero de 2015

RELATO: AMOR EN COMA

Dunia entró en el hall del hospital y tomó el ascensor. Los médicos le habían comentado la reacción altamente positiva que notaban en su marido, en coma tras un accidente, cada vez que él notaba su presencia. Tras varios meses ya era incuestionable que en las horas en que estaba junto a él se le mejoraba el pulso, se le estabilizaban las constantes vitales e incluso parecía querer iniciar, sin conseguirlo, un ligero movimiento con los dedos de la mano. La mejoría era patente desde el mismo instante en que Dunia entraba en la habitación, y duraba exactamente hasta que salía de ella. Era como si el sentir cerca a la mujer con la que había compartido tantos años le provocara el impulso de saltar de la cama. Pero solo el impulso, pues su cuerpo paralizado era incapaz de acompañarlo.

En sus largas visitas Dunia le leía, poniéndolo al día de las noticias y de la familia. Y a la hora de marcharse siempre se despedía con la misma frase, a modo de pequeña victoria diaria sobre el coma, que hacía rodar unas lágrimas por el  rostro de su marido. Dunia le susurraba al oído: “el amor verdadero supera cualquier barrera”.

Una vez en el pasillo, Dunia se rendía a sus emociones contenidas y lloraba, intentado convencerse a sí misma de que, efectivamente, “el amor verdadero supera cualquier barrera”.

Fue una auténtica mala suerte, o no (que diría una buena amiga mía), que aquella tarde sucediera lo que ocurrió. Inexplicablemente, los aparatos se dispararon, el pulso del enfermo cayó en picado y sus constantes vitales se desajustaron. La expresión de paz en su  rostro dio paso a otra totalmente inexpresiva y Dunia, al verse sola, comenzó a gritar nerviosa, pulsando convulsivamente el botón de  llamada.

La enfermera llegó al instante e intentó estabilizar al enfermo, pero el pulso seguía bajando. Lo perdían. Se iba. El silencio de la planta se transformó en prisas y algarada general, y varios auxiliares entraron corriendo en la habitación para entubar al enfermo.

Entre todo aquel barullo Dulce, la hermana de Dunia, llegó a la puerta  con los cafés. Y una vez traspasó la puerta todo volvió a la normalidad. Los aparatos se sosegaron de nuevo y las constantes  volvieron a su lugar. El enfermo recuperó su tez viva y su tono coloreado. Incluso parecía sonreir.

Dunia tardó solo un instante en darse cuenta. ¡No era por ella! La ostensible mejoría en las horas de visita no era por ella, sino por su hermana Dulce, que no había dejado que fuera sola al hospital ni un solo dia.

Las miradas entre ellas lo dijeron todo. Al fin al cabo, eran hermanas. 

-Nunca pasó nada- dijo Dulce con voz temblorosa- no nos lo hubiéramos permitido.

-Lo sé –respondió Dunia.

No cabía el rencor, pues Dulce entendía el dolor de su hermana en ese instante y Dunia comprendía el sacrificio de guardar tal secreto y contenerse durante tantos años. Era hermanas, partes indivisibles una de otra, y ambas sabían que morirían antes que hacerse daño. Era culpa del destino, caprichoso y mezquino como siempre.

Dunia recordó la frase que susurraba a su marido cada tarde: “el amor verdadero supera cualquier barrera” y se tapó la cara con las manos. Lo entendía. La verdad era diáfana y cristalina. La barrera no era el accidente, la barrera no era el coma. La barrera era ella.

Se sobrepuso. Tenía que hacerlo por las dos personas a las que más quería en el mundo. Besó a su marido en la frente y a su hermana en la mejilla. Y desapareció para siempre.

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